Desde
que Raymond Chandler recurriese insistentemente a los hoteles, antaño
esplendorosos y después decadentes, de Los Ángeles para acentuar la
atmósfera y el tono melancólico y crepuscular de sus novelas, la
imagen del hotel venido a menos ha pasado a formar parte del catálogo
de espacios alegóricos por antonomasia del imaginario noir. No en
vano, se la encuentra con frecuencia tanto en la obra de
prácticamente toda la legión de imitadores, más o menos
afortunados, que siguieron el modelo del creador de Philip Marlowe
–Ross MacDonald a la cabeza–, como en un sinfín de otras novelas
y películas apartadas de su estela pero igualmente influenciadas por
el aparato iconográfico que Chandler, de manera tan decisiva,
contribuyó a completar y definir. Tal es la importancia del hotel
como artefacto narrativo-poético, dentro y fuera del género, que ha
llegado incluso a ejercer de elemento central en diversas obras, como
en esa joya del cine independiente norteamericano de principios de
los 90 que es Barton Fink (Joel y Ethan Coen, 1991), o como en
la novela que nos ocupa, Las alfombras gastadas del Gran Hotel
Venezuela, de Eloi Yagüe Jarque.