sábado, 3 de septiembre de 2022

“Monstruos amaestrados”, de Carlos Manzano. El infierno ya no son los demás.

 
 
Según un reciente estudio realizado por investigadores españoles las personas que guardan un considerable parecido físico no solo poseen una cadena de ADN similar, sino que también, lo que se antoja más inquietante, tienden a coincidir en determinados hábitos y comportamientos, que incluyen desde el nivel de educación alcanzado hasta la propensión a desarrollar adicciones. Resultaría curioso que a estas alturas la ciencia pudiera estar aportando su grano de arena a un asunto que en el campo de la literatura ha dado, y sigue dando, tan buenos resultados a la hora de arrojar algo de luz sobre la condición humana y sus claroscuros. Con precedentes tan memorables como los de Poe o Dostoievski, Carlos Manzano se atreve a recuperar la figura del doppelgänger en su última novela, “Monstruos amaestrados” (Bohodón Ediciones, 2022). Y lo hace articulando una lúcida reflexión, más explícita quizás que las de sus antecesores, que acerca su texto al ensayo filosófico y lo constituye casi como un tratado sobre la cuestión subyacente al tema: el ser humano enfrentado a sus demonios personales y la propia identidad como construcción artificial y precaria.
Gabriel, el narrador de “Monstruos amaestrados”, es un hombre corriente, con una vida de lo más gris, que un buen día ve por la calle a otro hombre que se le asemeja físicamente en todo. Es su calco más perfecto. Obsesionado con esa visión que él mismo define como “un repentino deslumbramiento”, volverá a encontrarse con su doble en más ocasiones y finalmente será el otro el que dé el primer paso para iniciar una conversación que habrá de tener para Gabriel consecuencias imprevisibles. A partir de ahí, la novela desarrollará en paralelo la narración de la vida del doble –cargada de crímenes y miserias morales varias– conforme este la va relatando al protagonista, con el proceso de cambio sufrido por Gabriel, proceso que parece influido, si bien no de manera directa, por la aparición de tan perturbador personaje.
Alain Delon en el papel de William Wilson
 


Si el doble de “William Wilson”, en el relato de Poe, constituía una encarnación de su propia conciencia inflexible y castradora, y si en “El doble”, la novela de Dostoievski, el funcionario Goliadkin encontraba en su sosias una versión tan idealizada y triunfadora de él mismo que inevitablemente había de alimentar sus inseguridades y paranoias, el doble de “Monstruos amaestrados” representa lo abyecto y pérfido que el protagonista en principio rechaza. Siendo la personificación de aquello que de manera instintiva tanto le repele, su doble se le aparece como una versión negativa de su yo, un Mr. Hyde que no se nos descubre como reverso tenebroso por medio de su monstruosidad física sino que resulta más perturbador en cuanto a que comparte nuestros mismos rasgos, y por tanto actúa no como espejo deformante sino como reflejo fiel y veraz de nuestra propia imagen, aquella que por conveniencia nos negamos a ver.
Gabriel se describe como un hombre de buenas intenciones, aparentemente sin dobleces, necesitado de justificarse cada dos por tres, incluso ante el lector, y que rehúsa imponerse hasta el punto de caer en la pusilanimidad y dejar que se aprovechen de él. Su doble, por el contrario, es un sociópata carente de escrúpulos que ha dedicado toda su vida a perseguir la satisfacción de sus apetencias más primarias y a amasar tanto poder y riqueza como le ha sido posible, y para el cual “La civilización representa en realidad la renuncia a todos esos mecanismos que nos permitieron avanzar en nuestra primera etapa evolutiva”. Esta suerte de superhombre nietzscheano, admirador del Marqués de Sade, que desprecia abiertamente toda norma moral o social, se explaya narrando a Gabriel los pormenores más sórdidos de su biografía y desplegando de paso los argumentos de una filosofía vital ante la que el protagonista no puede menos que sentirse escandalizado y fascinado a partes iguales.
Según su explicación:
 
“Cuando domesticas a la fiera en realidad le estás robando su idiosincrasia, su forma de ser; creas un animalillo simpático, dócil y amable, pero desnaturalizado. Pues eso ha acabado pasando con el ser humano: de tanto forzarlo a renunciar a sus deseos, a sus pretensiones, a sus apetencias, incluso a sus caprichos más descarados, al final hemos acabado por crear a un ser dominado por sus neuras, sus miedos, sus inseguridades, sus complejos y carencias y, por tanto, vencido por cientos de miles de frustraciones. Somos animales frustrados y derrotados, eso es en lo que nos hemos convertido: en monstruos amaestrados”.
 
Y poco después:
 
“Solo fuera de cualquier riesgo de reprobación social, investido de total impunidad, el yo verdadero renace auténticamente libre, emancipado de viejas ataduras morales, de pactos impuestos por otros y asumidos sin la más mínima reflexión crítica.
Por el contrario, el hombre moderno reniega continuamente de sus deseos, rechaza sus vicios, esconde sus inclinaciones. El hombre moderno se niega a sí mismo, se acompleja, se inhibe, se ofusca, se subsume a la masa. El hombre moderno es incapaz de realizarse, se pasa la vida anulándose como individuo, rechazando aquello que anhela en lo más profundo de su ser”.
 

    Es inevitable que el encuentro venga a sacudir la existencia de Gabriel y a poner en duda todo el sistema de creencias que ha regido hasta el momento su día a día. Ya desde el principio comenzará a ver su entorno como un escenario de falsas apariencias –“Somos máscaras de nosotros mismo, […] mera fachada, simple representación para otros”– donde los demás solo “nos interesan en la medida en que nos ofrecen el reflejo de lo que somos. Lo que hay dentro de cada uno de ellos, su verdadero contenido, apenas nos preocupa”. Y frente al doble experimentará tal sensación de malestar y vértigo que llegará a decir: “estar obligado a contemplar continuamente una imagen de ti mismo con la que no te identificas es algo que de ninguna manera recomendaría a nadie”.
Después de sacrificar su puesto de trabajo en un gesto altruista que certifica su bondad, su condición de monstruo bien amaestrado incluso más allá de la norma, Gabriel descubre lo cómodo que se encuentra en su nueva situación. Totalmente libre de obligaciones, y desinteresado de un matrimonio que hace aguas, se entrega al autoabandono que habrá de llevarlo a claudicar y, en definitiva, a acercarse a su yo no domesticado: “mi vida se mecía en una placidez tan absoluta que ni siquiera se me ocurrió pensar que fuera el augurio de algo terrible, la antesala de un terremoto devastador”.
Al final, cabe la posibilidad de que el doble, ese monstruo sin amaestrar, no represente tanto el modo en que lo ven los demás, como Gabriel parece temer en un principio, sino el modo en que él mismo se ve a través de los ojos de los demás, o a través de la lente deformante de su propia conciencia moral hipertrofiada. E independientemente de la gravedad de sus actos, lo que quedará será una duda angustiosa acerca de sí mismo de la que intuimos ya no podrá librarse nunca. La misma duda que el lector, tras volver la última página, compartirá con él.
“Monstruos amaestrados” no es solo una novela notable. Es también la prueba de que nunca hay que dar por agotado ningún tema ni figura literaria, y de que el hecho de que haya sido abordado antes por grandes nombres no debe coartarnos a la hora de reutilizarlo mientras tengamos un punto de vista propio e ideas que aportar. Y Carlos Manzano desde luego las tiene. Un libro acerca del infierno que a veces te espera cuando te ves forzado a mirarte sin filtros, o de lo que pasa cuando los ojos del abismo que te devuelve la mirada son los tuyos.
Carlos Manzano
 

Bibliografía:

MANZANO, Carlos, Monstruos amaestrados, 2017. Madrid, Bohodón Ediciones, S.L. 2022

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