Según
un reciente estudio realizado por investigadores españoles las
personas que guardan un considerable parecido físico no solo poseen
una cadena de ADN similar, sino que también, lo que se antoja más
inquietante, tienden a coincidir en determinados hábitos y
comportamientos, que incluyen desde el nivel de educación alcanzado
hasta la propensión a desarrollar adicciones. Resultaría curioso
que a estas alturas la ciencia pudiera estar aportando su grano de
arena a un asunto que en el campo de la literatura ha dado, y sigue
dando, tan buenos resultados a la hora de arrojar algo de luz sobre
la condición humana y sus claroscuros. Con precedentes tan
memorables como los de Poe o Dostoievski, Carlos Manzano se atreve a
recuperar la figura del doppelgänger en su última novela,
“Monstruos amaestrados” (Bohodón Ediciones, 2022). Y lo hace
articulando una lúcida reflexión, más explícita quizás que las
de sus antecesores, que acerca su texto al ensayo filosófico y lo
constituye casi como un tratado sobre la cuestión subyacente al
tema: el ser humano enfrentado a sus demonios personales y la propia
identidad como construcción artificial y precaria.
Gabriel,
el narrador de “Monstruos amaestrados”, es un hombre corriente,
con una vida de lo más gris, que un buen día ve por la calle a otro
hombre que se le asemeja físicamente en todo. Es su calco más
perfecto. Obsesionado con esa visión que él mismo define como “un
repentino deslumbramiento”, volverá a encontrarse con su doble en
más ocasiones y finalmente será el otro el que dé el primer paso
para iniciar una conversación que habrá de tener para Gabriel
consecuencias imprevisibles. A partir de ahí, la novela desarrollará
en paralelo la narración de la vida del doble –cargada de crímenes
y miserias morales varias– conforme este la va relatando al
protagonista, con el proceso de cambio sufrido por Gabriel, proceso
que parece influido, si bien no de manera directa, por la aparición
de tan perturbador personaje.