jueves, 9 de marzo de 2023

"Turín no es Buenos Aires", de Giorgio Ballario. Don’t Cry for Me Italy.

 
Héctor Perazzo conduce un Alfa 147 de segunda mano, pierde dinero apostando en el hipódromo y tiene su despacho de investigador privado cerca del río Po. El protagonista y narrador de esta novela de Giorgio Ballario –la primera, y esperamos que no la última, que ve la luz en castellano de la mano de la cordobesa editorial Almuzara y gracias a la traducción de Alberto Díaz-Villaseñor– es también como ese Don’t Cry for Me Argentina cantado por Milva que escucha en el coche mientras se dirige hacia el centro de Turín; un argentino italianizado, hijo a su vez de italianos argentinizados. Si de pequeño su madre, emigrada tras la segunda guerra mundial, le hacía aprender de memoria las provincias y la geografía italiana para que no olvidase sus orígenes, ahora que él mismo es un emigrado desde hace casi tres décadas, se siente extranjero en ambos países. Como señal de su pasado en la policía federal conserva una cicatriz en el cuello, resultado de la cuchillada asestada por un atracador en Buenos Aires, un detalle descriptivo a sumar a su melena de viejo roquero y a los bigotes que le dan un aire a Charles Bronson (rasgo característico éste compartido por otro personaje serial surgido de pluma italiana, el Carlo Medina de Andrea Carlo Cappi). El recordatorio de un mal prosaico y banal que, como tantas otras cosas, marcará para él la diferencia entre una vida y otra, entre la ciudad que dejó al otro lado del océano y la que ahora transita a diario como ciudadano y foráneo a partes iguales.
Pero, en cualquier caso, la Turín que Héctor conoce no constituye tampoco una identidad férrea y nítidamente definida, sino una ciudad transformada por los nuevos tiempos pero en cuyo seno perviven todavía elementos que tratan de aferrarse a los viejos modelos de vida. O a tradiciones ya marchitas, como las de esos “Irreductibles” playboys de la añeja clase alta que bajan al bar al pie de la colina para aferrarse a gestos repetidos hasta el desgaste, para los que “el aperitivo en el Gran Bar era su certeza, un bote salvavidas en el cual permanecer a resguardo en los momentos buenos y malos de la existencia”.
El viejo edificio de viviendas donde se halla la agencia de Héctor estuvo años atrás habitado por familias de pescadores;

“Después los peces desaparecieron del río y los pescadores también. Y el antiguo barrio popular se había transformado en un distrito de lujo […]. Las calles se habían llenado de tiendas elegantes y de SUV todoterreno aparcados sobre las aceras, pero en algunos recovecos de la zona de Borgo Po resistían ciertas callejuelas apenas afectadas por el tiempo y casitas que no se habían transformado todavía en lofts de lujo”.

Cuando se nos describe el Quadrilatero Romano, la zona más antigua de la ciudad, el cambio operado ha sido aún más drástico y problemático. El barrio no solo se salvó de la degradación a costa de transformarse en una suerte de Disneylandia para niños pijos, sino que además se convirtió en “el paraíso de lo promotores inmobiliarios subalpinos, que, tras echar a las putas y a los inmigrantes, han revendido a precio de oro los apartamentos que han incrustado dentro de los viejos edificios del siglo XVII”.

El mismo Héctor Perazzo parece así un resultado de dicho cambio al tiempo que una figura atrapada en él, un personaje que se ha de mover en ambos mundos, el nuevo y el viejo, a medio camino entre el recién llegado y la figura crepuscular, o recurriendo a la metáfora del título, entre aquel Buenos Aires abandonado y ese Turín que no es.
Al aceptar el encargo de buscar a Linda, la peruana de 19 años, sin permiso de residencia, cuya desaparición su madre no se atreve a denunciar por temor a que la expulsen de Italia, Héctor se ve obligado a escarbar más a fondo en una ciudad que ya es su territorio pero que quizás aún no conoce tan bien como creía. Porque bajo la superficie del gris paisaje urbano dominado por la majestuosidad ecléctica de la Mole Antonelliana, Turín presenta distintos niveles. Primero está el que Héctor ya ha recorrido infinidad de veces en su labor de sabueso; el de la marginalidad con sus miserias cotidianas, la prostitución extracomunitaria, la inmigración que malvive a duras penas arañando los despojos de una sociedad que apenas ofrece alternativas ni protección. Ese Turín no presenta para el detective mayores sorpresas que las ya predecibles. Pero cuando la investigación parece estancarse y una pista fortuita lo atrae hasta Saluzzo, en la provincia de Cuneo, una segunda imagen del Piamonte comienza a revelarse.
De la Turín terrenal y prosaica, Giorgio Ballario nos adentra entonces en la Turín ocultista, la de los adoradores de Satán, la ciudad que ya en el siglo XIX se ganó el título de ciudad del diablo, vértice de dos triángulos: “el triángulo de la magia blanca, junto con Praga y Lyon, y el de la magia negra con Londres y San Francisco”. Así, la novela se desdobla al transitar de una cara a otra del Piamonte, al pasar de la realidad visible a la de las sociedades ocultas que, al amparo de la clandestinidad y de la protección de figuras poderosas, se constituye en salvaguarda de otra clase de mal, más oscuro, ligado a creencias ancestrales y a ritos que han sobrevivido en secreto a lo largo de los años, inmunes al humo de las fábricas y a las cadenas de montaje, y que encuentra en las oleadas de inmigrantes una fuente de víctimas idóneas.
En paralelo al desarrollo de su material argumental, también Turín no es Buenos Aires –que ya hay quien ha definido como Spaghetti Noir– parece moverse estilísticamente entre dos subgéneros. Haciendo la comparación con el tratamiento recibido por la ciudad en el cine, se diría que Ballario pasa del poliziesco al giallo que pone un pie en el horror all’italiana, de la crudeza y el feísmo urbano del Torino violenta (1977) de Carlo Ausino, a la atmósfera tenebrista, decadente, de malignidad metafísica, del Rojo oscuro (Profondo Rosso, 1975) de Dario Argento, director al que no en vano se menciona dos veces a lo largo del libro.
El mal, en todo caso, nunca termina de abandonar el plano terrenal, y como Perazzo sabe bien “no necesita tramas demasiado complicadas para manifestarse. Casi siempre se esconde detrás de personajes aparentemente normales, que llevan vidas tranquilas y son mediocres incluso al cometer crímenes horrendos”. Pero aun así, la resolución del caso no dejará de comportar para el investigador la constatación de que “Definitivamente, Turín no es Buenos Aires, en nuestro país el mal es mucho más pedestre: narcos, militares criminales, terroristas asesinos, pistoleros callejeros”. Y de que, efectivamente, tampoco en su nueva ciudad los desaparecidos son como los de la vieja, “Gente eliminada por motivos políticos, hecha desaparecer de la nada como si se la hubiera tragado la tierra”.
Buenos Aires o no, la novela de Giorgio Ballario proporciona, más allá de su bien hilada trama detectivesca, un apasionante acercamiento a la capital del Piamonte en sus múltiples facetas. Al leerla uno casi puede imaginarse cogiendo el tranvía número 3 al pie de la colina, cruzando el puente sobre el Po y dejando pasar las paradas hasta Porta Palazzo. Un trayecto que bien merece la pena, aun a riesgo de que nos roben la cartera.
Giorgio Ballario

Bibliografía:

BALLARIO, Giorgio, Turín no es Buenos Aires. 2021. Título original: Torino non è Buenos Aires. Traducción: Alberto Díaz-Villaseñor. Editorial Almuzara. Córdoba. 2023

viernes, 25 de noviembre de 2022

“Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela”, de Eloi Yagüe Jarque. Allí donde se marchitan nuestras ilusiones.

     
 
Desde que Raymond Chandler recurriese insistentemente a los hoteles, antaño esplendorosos y después decadentes, de Los Ángeles para acentuar la atmósfera y el tono melancólico y crepuscular de sus novelas, la imagen del hotel venido a menos ha pasado a formar parte del catálogo de espacios alegóricos por antonomasia del imaginario noir. No en vano, se la encuentra con frecuencia tanto en la obra de prácticamente toda la legión de imitadores, más o menos afortunados, que siguieron el modelo del creador de Philip Marlowe –Ross MacDonald a la cabeza–, como en un sinfín de otras novelas y películas apartadas de su estela pero igualmente influenciadas por el aparato iconográfico que Chandler, de manera tan decisiva, contribuyó a completar y definir. Tal es la importancia del hotel como artefacto narrativo-poético, dentro y fuera del género, que ha llegado incluso a ejercer de elemento central en diversas obras, como en esa joya del cine independiente norteamericano de principios de los 90 que es Barton Fink (Joel y Ethan Coen, 1991), o como en la novela que nos ocupa, Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela, de Eloi Yagüe Jarque.

sábado, 3 de septiembre de 2022

“Monstruos amaestrados”, de Carlos Manzano. El infierno ya no son los demás.

 
 
Según un reciente estudio realizado por investigadores españoles las personas que guardan un considerable parecido físico no solo poseen una cadena de ADN similar, sino que también, lo que se antoja más inquietante, tienden a coincidir en determinados hábitos y comportamientos, que incluyen desde el nivel de educación alcanzado hasta la propensión a desarrollar adicciones. Resultaría curioso que a estas alturas la ciencia pudiera estar aportando su grano de arena a un asunto que en el campo de la literatura ha dado, y sigue dando, tan buenos resultados a la hora de arrojar algo de luz sobre la condición humana y sus claroscuros. Con precedentes tan memorables como los de Poe o Dostoievski, Carlos Manzano se atreve a recuperar la figura del doppelgänger en su última novela, “Monstruos amaestrados” (Bohodón Ediciones, 2022). Y lo hace articulando una lúcida reflexión, más explícita quizás que las de sus antecesores, que acerca su texto al ensayo filosófico y lo constituye casi como un tratado sobre la cuestión subyacente al tema: el ser humano enfrentado a sus demonios personales y la propia identidad como construcción artificial y precaria.
Gabriel, el narrador de “Monstruos amaestrados”, es un hombre corriente, con una vida de lo más gris, que un buen día ve por la calle a otro hombre que se le asemeja físicamente en todo. Es su calco más perfecto. Obsesionado con esa visión que él mismo define como “un repentino deslumbramiento”, volverá a encontrarse con su doble en más ocasiones y finalmente será el otro el que dé el primer paso para iniciar una conversación que habrá de tener para Gabriel consecuencias imprevisibles. A partir de ahí, la novela desarrollará en paralelo la narración de la vida del doble –cargada de crímenes y miserias morales varias– conforme este la va relatando al protagonista, con el proceso de cambio sufrido por Gabriel, proceso que parece influido, si bien no de manera directa, por la aparición de tan perturbador personaje.

martes, 16 de agosto de 2022

"Mala hierba", de José Luis Muñoz. Mientras dure nuestra agonía.


Un prejuicio bastante extendido entre aficionados a la narrativa en general y al género negro en particular determina que una novela solo puede resultar enteramente creíble cuando su autor la ambienta en el lugar donde vive o, en su defecto, en algún otro que conozca, eso sí, como la palma de su mano. Dicha creencia parece dar por sentado que la mínima licencia con respecto al trazado urbano, las costumbres locales o la idiosincrasia de la sociedad a la que pertenecen los personajes será suficiente para echar por tierra la eficacia de cualquier soporte narrativo, por férreo que sea. Evidentemente, son muchas las novelas que se podrían mencionar para señalar lo absurdo de esta convicción; y quizás una de las primeras que a mí me vendrían a la cabeza en caso de necesitar hacerlo sería “Mala hierba”, de José Luis Muñoz.
Publicada originalmente por Grupo Libro 88 en 1992, tras ganar el Premio Ángel Guerra, y reeditada por Ediciones del Serbal en 2016, la novela nos sitúa en la ficticia localidad californiana de Arkaham, modelo de una Norteamérica rural del que el autor se sirve para esbozar todo un panorama humano, construyendo la narración sobre las bases de una serie de males endémicos, los de la sociedad estadounidense, que en mayor o menor medida reconocemos todos. Pero lejos de quedarse en un muestrario de actitudes arquetípicas, Muñoz convierte el trasfondo en un terreno propicio para plasmar su universo personal y explotar su ya probado talento literario.

viernes, 10 de julio de 2020

Pulsiones sadomasoquistas, sed de justicia y misterios ancestrales. Las novelas policíacas de Ernesto Gastaldi.


El de Ernesto Gastaldi es un nombre de sobra conocido entre los aficionados al cine italiano de género. Hiperprolífico guionista y realizador ocasional, Gastaldi ejerció desde principios de la década de los 60 un rol fundamental en el desarrollo de los géneros populares de la cinematografía del país –particularmente del horror gótico all’italiana y, más adelante, del giallo–, gracias a su colaboración con algunos de los directores más activos del periodo: Riccardo Freda, Mario Bava, Antonio Margheriti, Tonino Valerii, Romolo Guerrieri, Umberto Lenzi, Luciano Ercoli, Sergio Martino, Giuliano Carnimeo, Fernando di Leo y Damiano Damiani, entre otros. Pero antes de poder ganarse la vida escribiendo para la industria cinematográfica, Gastaldi redacto cuatro novelas para el mercado editorial de la denominada literatura de quiosco. La tercera y la cuarta se enmarcaron dentro del campo de la ciencia ficción: Iperbole Cosmica (1960) y Tempo Zero (1960), y fueron publicadas ambas bajo el seudónimo de Julian Berry. Las dos anteriores, Sangue in tasca (1957) y Brivido sulla schiena (1957), pertenecían al género policíaco y suponen, en ciertos aspectos, un acercamiento primerizo a determinados temas y recursos argumentales que terminarían revelándose como constantes en su posterior trabajo para el cine.
Gastaldi tenía solo veintidós años cuando escribió su primera novela. Según explica él mismo:

jueves, 11 de junio de 2020

"Pick-Up", de Charles Willeford. El idilio entre el fracaso y el alcohol.




  Dos sencillas líneas de diálogo, dichas por Harry Jordan y Helen Meredith la segunda noche que salen a beber juntos, exponen con crudeza la esencia de ambos personajes, al tiempo que definen la que va a ser su relación sentimental:

“–No soy más que un fracasado en la vida, Helen. ¿Eso tiene alguna importancia para ti?
–No. Nada tiene importancia para mí” (Willeford 1955:18).

El día anterior, ella ha entrado en la cafetería donde él trabajaba. Después de tomar un café, le ha confesado que no tiene dinero; acaba de llegar a San Francisco, tan borracha que no recuerda si lo ha hecho en tren o en autobús, y la maleta con su monedero se debe de haber quedado en alguna parte. Harry justo acaba de terminar su turno y está a punto de salir. Paga la consumición de Helen y la invita a tomar una copa. Encuentran su maleta, aunque no su monedero, y a continuación Harry se asegura de que la chica tome una habitación de hotel para pasar la noche y no se gaste los pocos dólares que le ha podido prestar en más bebida. Ya solo en la calle, piensa que Helen

“Era la mujer más atractiva que había conocido en años. Había una cualidad en ella que me atraía. El hecho de que fuese una alcohólica no significaba nada para mí. En cierto modo, yo mismo era un alcohólico. No le asustaba admitir que era una borracha, era bien consciente de ello, y no tenía ninguna intención de dejar de beber” (Willeford 1955:8).

viernes, 1 de mayo de 2020

"The Root of His Evil", la pieza faltante en la obra de James M. Cain.


Hablar del conjunto de la obra de James M. Cain puede ser complicado. A pesar de que su trayectoria literaria abarcó más de cuarenta años, en los que produjo veintiuna novelas y varios relatos cortos, prácticamente solo se le recuerda por su primera etapa, la que comenzó con el éxito instantáneo de El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1934) y culminó hacia 1947, cuando abandonó Los Ángeles y olvidó sus esperanzas de ganarse la vida escribiendo para la industria de Hollywood. Aunque está considerado uno de los autores más importantes de la historia de la novela negra, probablemente no haya demasiados aficionados al género que conozcan muchos más títulos de su bibliografía aparte del de la ya mencionada El cartero siempre llama dos veces y el de la igualmente importante Pacto de sangre (Double Indemnity, 1936). Su época gloriosa también incluye, entre otras, la polémica Una serenata (Serenade, 1937), el melodrama Mildred Pierce (Mildred Pierce, 1941) –celebre en gran medida gracias a la versión cinematográfica dirigida por Michael Curtiz en 1945 que proporcionó el oscar a Joan Crawford–, la joya del subgénero gangsteril Ligeramente escarlata (Love’s Lovely Counterfeit, 1942), o la continuista, en cuanto a que seguía el modelo ya establecido por sus dos primeros libros (1), El estafador (The Embezzler, AKA Money and the Woman, 1944). Pero la mayor parte de su fructífero trabajo posterior no alcanzó el reconocimiento ni funcionó tan bien en cuanto a ventas como sus anteriores trabajos. Puede que esto se debiese en parte a su abandono de la temática criminal que tan bien le había funcionado anteriormente –aunque no fue un abandono total, cosa que demuestran novelas como The Butterfly (1947) o la thompsoniana Al final del arco iris (Rainbow’s End, 1975)–, y también a un cambio en su narrativa que no era tanto temático como estilístico.