Desde
que Raymond Chandler recurriese insistentemente a los hoteles, antaño
esplendorosos y después decadentes, de Los Ángeles para acentuar la
atmósfera y el tono melancólico y crepuscular de sus novelas, la
imagen del hotel venido a menos ha pasado a formar parte del catálogo
de espacios alegóricos por antonomasia del imaginario noir. No en
vano, se la encuentra con frecuencia tanto en la obra de
prácticamente toda la legión de imitadores, más o menos
afortunados, que siguieron el modelo del creador de Philip Marlowe
–Ross MacDonald a la cabeza–, como en un sinfín de otras novelas
y películas apartadas de su estela pero igualmente influenciadas por
el aparato iconográfico que Chandler, de manera tan decisiva,
contribuyó a completar y definir. Tal es la importancia del hotel
como artefacto narrativo-poético, dentro y fuera del género, que ha
llegado incluso a ejercer de elemento central en diversas obras, como
en esa joya del cine independiente norteamericano de principios de
los 90 que es
Barton Fink (Joel y Ethan Coen, 1991), o como en
la novela que nos ocupa,
Las alfombras gastadas del Gran Hotel
Venezuela, de Eloi Yagüe Jarque.
El
Gran Hotel Venezuela, situado a las afueras de la ficticia localidad
de Cacaotal, es el hotel en el que el periodista Fernando Castelmar
decide recluirse durante sus vacaciones. Tratándose de un lugar
apartado y poco concurrido, le parece el destino ideal para emprender
la labor que se ha propuesto: comenzar a escribir la novela que lleva
largo tiempo construyendo en su cabeza. Pero la tranquilidad que a
priori ofrecía el hotel pronto habrá de revelarse engañosa. Y más
que poder entregarse a la redacción de su primera obra literaria,
Castelmar se verá atrapado en una red conformada por personajes
ambiguos, tales como Antonio Agraz, el barman que se dice conocedor
de oscuros secretos relativos al hotel, y a quien parece unir un
viejo pasado común con Castelmar; Camargo, el encargado de las
reparaciones, tipo de aspecto patibulario que genera desconfianza; y
sobre todo Wolfgang Términus, el Gerente General, especie de
potentado que controla mucho más que el hotel, ya que parece manejar
los hilos de todo cuanto tiene que ver con Cacaotal y con las
acciones y destinos de sus habitantes. Tan pronto como el periodista
conoce a Términus y a sus secuaces directos –el párroco, el
comandante de la Policía Municipal y el alcalde de la localidad–
comprende que algo huele a corrupto, y que el olor no es otro que el
de los viejos males endémicos de la podredumbre institucional:
“Demagogia, populismo, xenofobia y manipulación de la fe se
concentraban en esos cuatro individuos”.

Por
encima o alrededor de todos ellos, destaca como una presencia
omnipresente y ominosa el propio hotel. Ideado como símbolo de
clásica ostentación, siguiendo el modelo de las viejas casas
coloniales, el edificio aparenta ahora ser en verdad viejo, como
puede observar Castelmar al acercarse a él: “parecía realmente de
cien años debido a las tejas moteadas por los hongos, rotas en
algunas partes, los aparatos de aire acondicionado sobresaliendo de
las paredes como cascarones vacíos y oxidados, […], los canteros
desbordantes de maleza”. Un hecho fundamental lo diferencia de los
vetustos hoteles de la California de Chandler; si dichos edificios
habían sido testigos de épocas esplendorosas de lujo y elegancia,
que en el presente se intuyen como presencias fantasmagóricas entre
el polvo y los signos de deterioro, el Gran Hotel Venezuela se
constituye por el contrario como un símbolo de lo que debió haber
sido y no fue. Jamás llegó a gozar de su periodo de bonanza, a
pesar de estar destinado a ello, por la sencilla razón de que dicho
periodo no tuvo siquiera la oportunidad de desarrollarse. Si bien
estuvo destinado a participar de “un ambicioso proyecto de
ejecución de infraestructuras que debería convertir el país en una
potencia turística”, la cosa se quedó finalmente en nada, por lo
que el hotel “fue pensado para un país que no llegó, el mismo que
sería una potencia nuclear latinoamericana, próspero y pujante,
pero sin libertades políticas”. Emblema paradigmático, así pues,
de toda una nación que se quedó al pie de un desarrollo envenenado,
el Gran Hotel Venezuela se mantiene a duras penas, estancado en su
abandono al tiempo que víctima de un lento pero imbatible proceso de
deterioro:
“un hotel que solo fue grande en el momento de su inauguración y
que posteriormente había entrado en una indetenible espiral
descendente, fenómeno que algunos atribuían a una inadecuada
administración y otros a su ubicación in the middle of nowhere,
en un lugar que no era playa ni montaña y además en una zona de
escaso desarrollo económico y social. En efecto. Cacaotal […]
había conocido momentos de grandeza durante la colonia debido a la
explotación, con mano de obra esclava, del fruto que le daba nombre.
[…] Pero la irrupción del petróleo en la economía del país lo
cambió todo” (19-20).
Sumido
en ese microcosmos de ilusiones perdidas y sórdidos tejemanejes,
Castelmar no tarda en darse cuenta de no haber escogido el mejor
destino para centrarse en su novela. Si al principio son los
mosquitos y el aparato de aire estropeado los que amenazan con
arruinar la deseada tranquilidad, pronto se tratará de algo más
serio. Cuando aparezca el primer muerto, en forma de suicidio que
huele a asesinato, a Castelmar no le quedará más remedio que
olvidar sus vacaciones para hacer lo que mejor sabe: investigar
sucesos. Y habrá de resignarse igualmente a la idea de que quizás
su novela deba por el momento quedarse, como el Gran Hotel Venezuela,
en el terreno de las ilusiones frustradas.
No
en vano, el periplo de la investigación tendrá para el protagonista
consecuencias personales. No solamente se tratará en su caso de la
resolución de unos crímenes concretos, sino de la confrontación de
asuntos más íntimos: la mutación de sus convicciones éticas, las
consecuencias de su rol como informador de verdades incómodas, e
incluso la ausencia de una figura paterna que no se deja encontrar,
que asoma brevemente para después desvanecerse en el terreno de unos
recuerdos que por lejanos y excesivamente evocados han dejado de
provocar nostalgia y ya solo reclaman, si acaso, que se haga
justicia; el único consuelo al que se puede aspirar una vez se ha
perdido toda esperanza de que las expectativas lleguen a cumplirse.
Esplendido
relato de intriga, con ciertas dosis de aventuras y de alegoría
política, definido por Roberto Bolaño como: “una novela agonista
y al mismo tiempo, si eso es posible, una novela policial que no de
tregua al lector”, Las alfombras gastadas del Gran Hotel
Venezuela fue publicado por primera vez en 1999 por la editorial
Planeta de Venezuela y quedó finalista del Premio Internacional de
Novela Rómulo Gallegos en 2001. Han tenido que pasar veinte años
para que este magnífico libro, en su momento considerado por el
periódico El Nacional como “La mejor novela policial
publicada en Venezuela”, vea la luz en España de la mano de
Ediciones Contrabando. Más vale tarde que nunca.
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Eloi Yagüe Jarque
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Bibliografía:
YAGÜE
JARQUE, Eloi, Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela, 1999.
Ediciones Contrabando, Valencia, 2021
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