viernes, 25 de noviembre de 2022

“Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela”, de Eloi Yagüe Jarque. Allí donde se marchitan nuestras ilusiones.

     
 
Desde que Raymond Chandler recurriese insistentemente a los hoteles, antaño esplendorosos y después decadentes, de Los Ángeles para acentuar la atmósfera y el tono melancólico y crepuscular de sus novelas, la imagen del hotel venido a menos ha pasado a formar parte del catálogo de espacios alegóricos por antonomasia del imaginario noir. No en vano, se la encuentra con frecuencia tanto en la obra de prácticamente toda la legión de imitadores, más o menos afortunados, que siguieron el modelo del creador de Philip Marlowe –Ross MacDonald a la cabeza–, como en un sinfín de otras novelas y películas apartadas de su estela pero igualmente influenciadas por el aparato iconográfico que Chandler, de manera tan decisiva, contribuyó a completar y definir. Tal es la importancia del hotel como artefacto narrativo-poético, dentro y fuera del género, que ha llegado incluso a ejercer de elemento central en diversas obras, como en esa joya del cine independiente norteamericano de principios de los 90 que es Barton Fink (Joel y Ethan Coen, 1991), o como en la novela que nos ocupa, Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela, de Eloi Yagüe Jarque.
El Gran Hotel Venezuela, situado a las afueras de la ficticia localidad de Cacaotal, es el hotel en el que el periodista Fernando Castelmar decide recluirse durante sus vacaciones. Tratándose de un lugar apartado y poco concurrido, le parece el destino ideal para emprender la labor que se ha propuesto: comenzar a escribir la novela que lleva largo tiempo construyendo en su cabeza. Pero la tranquilidad que a priori ofrecía el hotel pronto habrá de revelarse engañosa. Y más que poder entregarse a la redacción de su primera obra literaria, Castelmar se verá atrapado en una red conformada por personajes ambiguos, tales como Antonio Agraz, el barman que se dice conocedor de oscuros secretos relativos al hotel, y a quien parece unir un viejo pasado común con Castelmar; Camargo, el encargado de las reparaciones, tipo de aspecto patibulario que genera desconfianza; y sobre todo Wolfgang Términus, el Gerente General, especie de potentado que controla mucho más que el hotel, ya que parece manejar los hilos de todo cuanto tiene que ver con Cacaotal y con las acciones y destinos de sus habitantes. Tan pronto como el periodista conoce a Términus y a sus secuaces directos –el párroco, el comandante de la Policía Municipal y el alcalde de la localidad– comprende que algo huele a corrupto, y que el olor no es otro que el de los viejos males endémicos de la podredumbre institucional: “Demagogia, populismo, xenofobia y manipulación de la fe se concentraban en esos cuatro individuos”.
Por encima o alrededor de todos ellos, destaca como una presencia omnipresente y ominosa el propio hotel. Ideado como símbolo de clásica ostentación, siguiendo el modelo de las viejas casas coloniales, el edificio aparenta ahora ser en verdad viejo, como puede observar Castelmar al acercarse a él: “parecía realmente de cien años debido a las tejas moteadas por los hongos, rotas en algunas partes, los aparatos de aire acondicionado sobresaliendo de las paredes como cascarones vacíos y oxidados, […], los canteros desbordantes de maleza”. Un hecho fundamental lo diferencia de los vetustos hoteles de la California de Chandler; si dichos edificios habían sido testigos de épocas esplendorosas de lujo y elegancia, que en el presente se intuyen como presencias fantasmagóricas entre el polvo y los signos de deterioro, el Gran Hotel Venezuela se constituye por el contrario como un símbolo de lo que debió haber sido y no fue. Jamás llegó a gozar de su periodo de bonanza, a pesar de estar destinado a ello, por la sencilla razón de que dicho periodo no tuvo siquiera la oportunidad de desarrollarse. Si bien estuvo destinado a participar de “un ambicioso proyecto de ejecución de infraestructuras que debería convertir el país en una potencia turística”, la cosa se quedó finalmente en nada, por lo que el hotel “fue pensado para un país que no llegó, el mismo que sería una potencia nuclear latinoamericana, próspero y pujante, pero sin libertades políticas”. Emblema paradigmático, así pues, de toda una nación que se quedó al pie de un desarrollo envenenado, el Gran Hotel Venezuela se mantiene a duras penas, estancado en su abandono al tiempo que víctima de un lento pero imbatible proceso de deterioro:

“un hotel que solo fue grande en el momento de su inauguración y que posteriormente había entrado en una indetenible espiral descendente, fenómeno que algunos atribuían a una inadecuada administración y otros a su ubicación in the middle of nowhere, en un lugar que no era playa ni montaña y además en una zona de escaso desarrollo económico y social. En efecto. Cacaotal […] había conocido momentos de grandeza durante la colonia debido a la explotación, con mano de obra esclava, del fruto que le daba nombre. […] Pero la irrupción del petróleo en la economía del país lo cambió todo” (19-20). 

Sumido en ese microcosmos de ilusiones perdidas y sórdidos tejemanejes, Castelmar no tarda en darse cuenta de no haber escogido el mejor destino para centrarse en su novela. Si al principio son los mosquitos y el aparato de aire estropeado los que amenazan con arruinar la deseada tranquilidad, pronto se tratará de algo más serio. Cuando aparezca el primer muerto, en forma de suicidio que huele a asesinato, a Castelmar no le quedará más remedio que olvidar sus vacaciones para hacer lo que mejor sabe: investigar sucesos. Y habrá de resignarse igualmente a la idea de que quizás su novela deba por el momento quedarse, como el Gran Hotel Venezuela, en el terreno de las ilusiones frustradas.

    No en vano, el periplo de la investigación tendrá para el protagonista consecuencias personales. No solamente se tratará en su caso de la resolución de unos crímenes concretos, sino de la confrontación de asuntos más íntimos: la mutación de sus convicciones éticas, las consecuencias de su rol como informador de verdades incómodas, e incluso la ausencia de una figura paterna que no se deja encontrar, que asoma brevemente para después desvanecerse en el terreno de unos recuerdos que por lejanos y excesivamente evocados han dejado de provocar nostalgia y ya solo reclaman, si acaso, que se haga justicia; el único consuelo al que se puede aspirar una vez se ha perdido toda esperanza de que las expectativas lleguen a cumplirse.
Esplendido relato de intriga, con ciertas dosis de aventuras y de alegoría política, definido por Roberto Bolaño como: “una novela agonista y al mismo tiempo, si eso es posible, una novela policial que no de tregua al lector”, Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela fue publicado por primera vez en 1999 por la editorial Planeta de Venezuela y quedó finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en 2001. Han tenido que pasar veinte años para que este magnífico libro, en su momento considerado por el periódico El Nacional como “La mejor novela policial publicada en Venezuela”, vea la luz en España de la mano de Ediciones Contrabando. Más vale tarde que nunca.
 
Eloi Yagüe Jarque

Bibliografía:

YAGÜE JARQUE, Eloi, Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela, 1999. Ediciones Contrabando, Valencia, 2021

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