Desde
que Raymond Chandler recurriese insistentemente a los hoteles, antaño
esplendorosos y después decadentes, de Los Ángeles para acentuar la
atmósfera y el tono melancólico y crepuscular de sus novelas, la
imagen del hotel venido a menos ha pasado a formar parte del catálogo
de espacios alegóricos por antonomasia del imaginario noir. No en
vano, se la encuentra con frecuencia tanto en la obra de
prácticamente toda la legión de imitadores, más o menos
afortunados, que siguieron el modelo del creador de Philip Marlowe
–Ross MacDonald a la cabeza–, como en un sinfín de otras novelas
y películas apartadas de su estela pero igualmente influenciadas por
el aparato iconográfico que Chandler, de manera tan decisiva,
contribuyó a completar y definir. Tal es la importancia del hotel
como artefacto narrativo-poético, dentro y fuera del género, que ha
llegado incluso a ejercer de elemento central en diversas obras, como
en esa joya del cine independiente norteamericano de principios de
los 90 que es Barton Fink (Joel y Ethan Coen, 1991), o como en
la novela que nos ocupa, Las alfombras gastadas del Gran Hotel
Venezuela, de Eloi Yagüe Jarque.
viernes, 25 de noviembre de 2022
sábado, 3 de septiembre de 2022
“Monstruos amaestrados”, de Carlos Manzano. El infierno ya no son los demás.
Según
un reciente estudio realizado por investigadores españoles las
personas que guardan un considerable parecido físico no solo poseen
una cadena de ADN similar, sino que también, lo que se antoja más
inquietante, tienden a coincidir en determinados hábitos y
comportamientos, que incluyen desde el nivel de educación alcanzado
hasta la propensión a desarrollar adicciones. Resultaría curioso
que a estas alturas la ciencia pudiera estar aportando su grano de
arena a un asunto que en el campo de la literatura ha dado, y sigue
dando, tan buenos resultados a la hora de arrojar algo de luz sobre
la condición humana y sus claroscuros. Con precedentes tan
memorables como los de Poe o Dostoievski, Carlos Manzano se atreve a
recuperar la figura del doppelgänger en su última novela,
“Monstruos amaestrados” (Bohodón Ediciones, 2022). Y lo hace
articulando una lúcida reflexión, más explícita quizás que las
de sus antecesores, que acerca su texto al ensayo filosófico y lo
constituye casi como un tratado sobre la cuestión subyacente al
tema: el ser humano enfrentado a sus demonios personales y la propia
identidad como construcción artificial y precaria.
Gabriel,
el narrador de “Monstruos amaestrados”, es un hombre corriente,
con una vida de lo más gris, que un buen día ve por la calle a otro
hombre que se le asemeja físicamente en todo. Es su calco más
perfecto. Obsesionado con esa visión que él mismo define como “un
repentino deslumbramiento”, volverá a encontrarse con su doble en
más ocasiones y finalmente será el otro el que dé el primer paso
para iniciar una conversación que habrá de tener para Gabriel
consecuencias imprevisibles. A partir de ahí, la novela desarrollará
en paralelo la narración de la vida del doble –cargada de crímenes
y miserias morales varias– conforme este la va relatando al
protagonista, con el proceso de cambio sufrido por Gabriel, proceso
que parece influido, si bien no de manera directa, por la aparición
de tan perturbador personaje.
martes, 16 de agosto de 2022
"Mala hierba", de José Luis Muñoz. Mientras dure nuestra agonía.
Un prejuicio bastante extendido entre aficionados a la narrativa en general y al género negro en particular determina que una novela solo puede resultar enteramente creíble cuando su autor la ambienta en el lugar donde vive o, en su defecto, en algún otro que conozca, eso sí, como la palma de su mano. Dicha creencia parece dar por sentado que la mínima licencia con respecto al trazado urbano, las costumbres locales o la idiosincrasia de la sociedad a la que pertenecen los personajes será suficiente para echar por tierra la eficacia de cualquier soporte narrativo, por férreo que sea. Evidentemente, son muchas las novelas que se podrían mencionar para señalar lo absurdo de esta convicción; y quizás una de las primeras que a mí me vendrían a la cabeza en caso de necesitar hacerlo sería “Mala hierba”, de José Luis Muñoz.
Publicada originalmente por Grupo Libro 88 en 1992, tras ganar el
Premio Ángel Guerra, y reeditada por Ediciones del Serbal en 2016,
la novela nos sitúa en la ficticia localidad californiana de
Arkaham, modelo de una Norteamérica rural del que el autor se sirve
para esbozar todo un panorama humano, construyendo la narración
sobre las bases de una serie de males endémicos, los de la sociedad
estadounidense, que en mayor o menor medida reconocemos todos. Pero
lejos de quedarse en un muestrario de actitudes arquetípicas, Muñoz
convierte el trasfondo en un terreno propicio para plasmar su
universo personal y explotar su ya probado talento literario.
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