Un prejuicio bastante extendido entre aficionados a la narrativa en general y al género negro en particular determina que una novela solo puede resultar enteramente creíble cuando su autor la ambienta en el lugar donde vive o, en su defecto, en algún otro que conozca, eso sí, como la palma de su mano. Dicha creencia parece dar por sentado que la mínima licencia con respecto al trazado urbano, las costumbres locales o la idiosincrasia de la sociedad a la que pertenecen los personajes será suficiente para echar por tierra la eficacia de cualquier soporte narrativo, por férreo que sea. Evidentemente, son muchas las novelas que se podrían mencionar para señalar lo absurdo de esta convicción; y quizás una de las primeras que a mí me vendrían a la cabeza en caso de necesitar hacerlo sería “Mala hierba”, de José Luis Muñoz.
Publicada originalmente por Grupo Libro 88 en 1992, tras ganar el
Premio Ángel Guerra, y reeditada por Ediciones del Serbal en 2016,
la novela nos sitúa en la ficticia localidad californiana de
Arkaham, modelo de una Norteamérica rural del que el autor se sirve
para esbozar todo un panorama humano, construyendo la narración
sobre las bases de una serie de males endémicos, los de la sociedad
estadounidense, que en mayor o menor medida reconocemos todos. Pero
lejos de quedarse en un muestrario de actitudes arquetípicas, Muñoz
convierte el trasfondo en un terreno propicio para plasmar su
universo personal y explotar su ya probado talento literario.

Muñoz no solo nos sitúa en un entorno propiamente estadounidense
sino que lo hace valiéndose magníficamente, como un alumno
destacado, del estilo fluido y directo y la habilidad descriptiva de
maestros de la literatura norteamericana que retrataron espacios y
conflictos similares. Así, al leer “Mala hierba” acuden
fácilmente a la cabeza nombres como los de William Faulkner, Erskine
Caldwell o Jim Thomposon. Del mismo modo que la prostituta Joyce
Lakeland pagaba con su vida las consecuencias de haber despertado a
la bestia dormida de Lou Ford, el sheriff de “El asesino dentro de
mí”, Sussy Shoemaker será castigada por el único delito de
exacerbar las frustraciones y avivar los deseos impúdicos de una
comunidad sexualmente enferma. Agitadora de las más turbulentas
miserias de la población masculina, Sussy se convertirá después de
su asesinato -como una suerte de Laura Palmer de la white trash- en
el catalizador que remueva finalmente la podredumbre de Arkaham
sacándola a la luz y hará que todo su precario sistema de valores
se desmorone.
Pese a la presencia central del crimen como caja de Pandora, “Mala
hierba” no se basa tanto en la resolución del misterio como en la
disección de la comunidad y en el efecto que la liberación de
demonios públicos y privados termina teniendo en sus habitantes. Si
bien se trata de una novela bastante coral, los dos personajes sobre
los que más termina recayendo el peso de la narración son
significativamente el sheriff Walter Davis y el reverendo Berghoffer,
“El defensor de la ley y el pastor de las almas”, representantes
y ejecutores del ideario moral y espiritual de la comunidad a
la que representan, que no en vano se revelarán aquejados de la
misma degradación y sufrirán en sus propias carnes un proceso que
habrá de revelarse tan personal como colectivo, algo que señalará
el propio Davis al decir: “El pueblo se está muriendo”. Es
precisamente en la descripción de ese proceso de degradación y
autoabandono final donde el autor se muestra más brillante y la
novela adquiere mayor fuerza.
El hecho de situar la historia en un país y una cultura
extranjera, y de adoptar modos propios de su tradición literaria, no
impide a Muñoz volcar algunos temas ya recurrentes en su amplia
bibliografía. Por un lado, está la confrontación de dos hombres,
dirigidos uno contra otro por odios viscerales largo tiempo
macerados, cuyo choque parece ineludiblemente impuesto por un destino
fatal, asunto que se convertirá en el eje central en otra de sus
mejores novelas, “Cazadores en la nieve” (Ediciones Versátil,
2016). Y por otro, ese paralelismo ya mencionado antes entre la
agonía vital del personaje y la del contexto social en el que se
mueve, que recuerda al experimentado por el policía protagonista de
“Barcelona negra” (Ediciones Júcar, 1987).
En este contexto de decadencia, las muertes violentas serán vistas
por el reverendo como actos necesarios de justicia divina destinados
a salvaguardar el bienestar del pueblo: “Los que han muerto
últimamente en Arkaham no han sido otra cosa que mala hierba, cizaña
segada por una guadaña justiciera”. Y así, siguiendo con la
metáfora que encierra el título: “Había que cortar la hierba del
jardín, cortar la mala hierba antes de que rodeara el cerezo, el
manzano, y los asfixiara”. Aunque finalmente la tarea se revele
inútil, y los remordimientos, la decepción y el autodesprecio
demuestren que los actos de sangre no han llevado más que a agravar
la situación, llevándola a un punto de no retorno: “El manzano de
su jardín había muerto, estrangulado por la hierba que crecía a su
alrededor, y pronto pasaría igual con el cerezo”.
Pesimismo y desesperanza en una obra más que notable. La visión de
un escritor español sobre Estados Unidos, pero también una visión
personal del mundo y del animal trágico que lo habita. Con este
material se construyen los buenos libros, independientemente de que
los ambientemos en continentes lejanos o a la vuelta de la esquina.
Bibliografía:
MUÑOZ, José Luis, Mala hierba, 1992. Grupo Libros 88, S.A., Madrid.
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