jueves, 8 de mayo de 2025

La sublimación en el cine de Rose Glass. O cómo la sombra de Travis Bickle se alarga en varias direcciones.

Nunca malgastes tu dolor, le dice Maud al vagabundo que pide limosna en el callejón junto al paseo marítimo. Una frase que se repetirá más adelante a sí misma, cuando su recobrada confianza en la misión divina que cree que Dios le ha encomendado esté a punto de conducir la acción al climax. Ese no malgastar el dolor, almacenarlo, cuidarlo y darle forma con la intención de utilizarlo finalmente como herramienta transformadora, podría ser la idea de base sobre la que se articula todo el periplo de Maud, la protagonista omnipresente de la brillante opera prima de Rose Glass. Y su apego a dicho mantra, una de las causas de su aterrador final.

Cuando tras su estreno, Saint Maud (Rose Glass, 2019) fue comparada con películas de terror religioso al estilo de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) o Carrie (Brian de Palma, 1976), su directora aclaró que, si bien esos films le parecían ejemplos de buen cine, sus referentes habían sido otros. Y entre ellos mencionaba Repulsión (Repulsion, Roman Polanski, 1965), The Devils (Ken Russell, 1971) y Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976). Pensando en este último, podría resultar difícil a priori ver la relación entre el drama urbano del veterano de guerra Travis Bickle (Robert de Niro) y la historia de terror psicológico de la enfermera privada que interpreta Morfydd Clark en Saint Maud; tanto como entre el paisaje sucio y degradado del Nueva York de mediados de los 70 por el que se mueve Travis y el de la pequeña localidad costera inglesa en que está ambientado el film de Glass. Sin embargo, al analizar Saint Maud, son muchos los paralelismos que pueden establecerse con la obra maestra escrita por Paul Schrader y dirigida por Scorsese hace ahora cinco décadas.
Robert de Niro
Partiendo de la figura del taxista en la gran manzana, Taxi Driver nos presentaba a un ser atormentado que buscaba escapar de su situación de precariedad psicológica embarcándose en una suerte de cruzada personal. En su film de 2019, Rose Glass nos introduce en la vida y en la mente de Maud (o Katie, como sabremos se llama en realidad), una joven que trabaja en cuidados paliativos y a la que, ya desde el comienzo, escuchamos en off hablarle directamente a Dios y decirle que espera de él una señal que le anuncie su destino, el cual confía consista en algo más elevado que limpiar cuerpos moribundos. Cuando su nueva paciente, Amanda (Jennifer Ehle), una exbailarina aquejada de un linfoma de la médula espinal, aparenta interesarse por su fe y se muestra deseosa de experimentar la misma confianza en la mano de Dios, Maud se convence de que la señal por fin se ha producido y de que su misión es liberar a Amanda, conducirla a la senda de la fe para redimirla de sus pecados y permitir su acceso al cielo. Un objetivo que pronto quedará obstaculizado por la reticencia de la paciente a seguir los planes de Maud y a abandonar lo que esta considera un estilo de vida inmoral y frívolo.
Morfydd Clark
Como film de terror, Saint Maud basa parte de su eficacia en una atmósfera oscura de iluminación barroca, en sus vetustos escenarios art déco y en su sobria paleta cromática, aspectos que la distancian estéticamente del film de Scorsese. Pero a nivel narrativo existen muchos elementos en común entre ambos. Aparte de las escenas que pueden remitir de manera más o menos directa a Taxi Driver (los pasajes del suplicio y el resurgir de Maud en su apartamento, con todo el ritual de preparación y su momento frente al espejo, su divagar nocturno bajo las luces de neón de los negocios y hasta la presencia del músico callejero tocando un tambor de batería, que podría ser un guiño explícito de Glass a su referente), lo que emparenta un film con otro es más una cuestión de fondo que de forma.
Al igual que Taxi Driver, Saint Maud es una película que lo supedita casi todo al retrato de su protagonista. Glass ha declarado que su objetivo era hacer una película que transcurriese en gran medida dentro de la cabeza de Maud, o que fuese mitad Maud y mitad la voz que Maud tiene en su interior. La voz en off que nos refiere sus soliloquios con la divinidad recuerda a la voz en off que en Taxi Driver leía las entradas del diario de Travis, haciendo así más partícipe al espectador del progresivo deterioro de su estado psicoafectivo. Según Glass, su historia iba a tratar de una joven que oye a Dios en su cabeza y se enamora de él, y poco a poco fue cambiando hasta convertirse en algo distinto y en más que eso. En su versión final, Maud es un ser aislado física y emocionalmente, sumido en un estado mental proclive a la delusión. Lleva lo que considera una existencia carente de sentido y sueña con un acto de sublimación que la lleve a trascender su insignificancia y la haga ser vista y admirada. Si Travis canaliza al final su insatisfacción por la senda del vigilantismo, mediante una acción que aspira a que la sociedad lo contemple como a un héroe, en Maud la sublimación halla su vía en el fanatismo religioso y la obsesión por Dios, que Maud ha adquirido, como ella misma admite, recientemente, quizás tras una experiencia traumática derivada de la pérdida de una paciente, en circunstancias que el guión no llega a precisar pero que intuimos pueden haber estado relacionadas con una negligencia por su parte.
Sintiéndose rechazados por un entorno con el que no son capaces de establecer conexiones libres de problemática, y viendo sus intentos por salir del hoyo reiteradamente frustrados, los personajes se hunden en una espiral de desequilibrio que inevitablemente conduce a la violencia gratuita. Ambos films pueden interpretarse como obras acerca de los peligros de la soledad, sobre los demonios personales que germinan al recluirse en medio de una sociedad que tiende a marginar conductas desviadas y establece mitos inalcanzables de celebridad. Las visiones que Maud experimenta al final le proporcionan no solo el horror al que cree que debe enfrentarse sino también la culminación de sus anhelos. Dentro de su cabeza, la película le ofrece, quizás, un desenlace feliz, al fin y al cabo.
Estrenada cinco años más tarde, la segunda película de Rose Glass, Sangre en los labios (Love Lies Bleeding, 2024), supuso un cambio de género y de escenario. Con la intención de hacer, en sus palabras, un melodrama pulp y sexy, trasladó la acción a Estados Unidos para contar una historia de amor saturada de sangre y esteroides. En lugar de una sola personalidad aislada, el film describe la tortuosa relación entre dos, Lou (Kristen Stewart) y Jackie (Katy O’Brian). Lou lleva una vida anodina y triste en una pequeña población rural en medio del desierto, trabajando como encargada del gimnasio que pertenece a su padre (Ed Harris), un gangster local con el que apenas se habla. Una luz parece encenderse en su camino al conocer a Jackie, la culturista que viaja haciendo autostop hacia Las Vegas con la intención de participar en un concurso de Body Building. Pero lo que promete ser un hermoso y duradero romance se ve pronto enturbiado a causa del cuñado maltratador de Lou, de la falta de autocontrol de Jackie, demasiado propensa a los estallidos de agresividad, y de su obsesión por alcanzar el triunfo a toda costa.
En el plano de la fotografía y la dirección artística, Sangre en los labios se separa de su predecesora apostando por una imagen más chillona y de colores saturados, a tono con el carácter sensual y exuberante del film, un fascinante neonoir para el que Glass pensó en referentes estéticos tan dispares como Showgirls (Paul Verhoeven, 1995), Crash (David Cronenberg, 1996) o Paris, Texas (Wim Wenders, 1984).
Katy O'Brian y Kristen Stewart
Ambientada en 1989, en la película parece haber una reflexión acerca de toda una serie de rasgos culturales que definieron parte de la sociedad durante la era Reagan. El discurso de la superación personal, la recuperación del mito del sueño americano llevado hasta el extremo, la hiperbolización de la masculinidad y el exceso de testosterona; todo esto se palpa en la textura sudorosa y vibrante de Sangre en los labios, y todo esto condiciona y trastorna la personalidad de Jackie, que si bien no constituye la figura hegemónica y central de la narración, como sucedía con Maud, sí acarrea aquí con el discurso temático que emparenta los dos films y que vuelve a remitir al modelo de Taxi Driver.
Al principio de la película se nos retrata a Lou como una mujer tímida y vulnerable y a Jackie como su contrapartida; fuerte, decidida y henchida de autoconfianza. Pero tan pronto la situación empieza a torcerse, la fortaleza de Jackie se revela una fachada que esconde muchas inseguridades y carencias. Y es entonces cuando Lou se revela como la parte más equilibrada y en contacto con la realidad, y acaba teniendo que resolver, a su pesar, los entuertos que la impulsividad y los delirios de grandeza de su novia les generan a ambas.
No es extraño que Jackie también sea, de las dos, la más susceptible a dejarse seducir por esa cultura de exhibición de poder y de fascinación por las armas que representan las figuras masculinas del film, lo que la hará particularmente manipulable ante el padre de Lou. Afectada quizás por traumas familiares que nunca llegamos a conocer con detalle, está tan obnubilada por el cultivo de sus músculos y el deseo de reconocimiento, y su cerebro tan alterado por los anabolizantes, que acabará volviéndose propensa a los mismos episodios alucinatorios que aquejaban a la protagonista de Saint Maud.
Mucho se ha escrito y discutido acerca de la ambigüedad del final de Taxi Driver. ¿Sucede de verdad lo que vemos en las últimas escenas o es una ensoñación de Travis, el delirio definitivo de una mente enferma obsesionada con la sublimación redentora? En Sangre en los labios, Rose Glass lleva más lejos la idea y nos introduce sin avisar hasta tal punto en la mente de Jackie que la revelación nos coge totalmente desprevenidos. El film termina penetrando así en un terreno sorprendente e insospechado, de un atrevimiento formal difícil de encontrar en un género tan habitualmente apegado a la apariencia de realismo como es el thriller.
Cabe observar que Rose Glass no es la única cineasta actual con la mirada puesta en una cinematografía tan rica, excitante e idiosincrásica como la del periodo histórico en que se realizó Taxi Driver. Los 70 fueron unos años convulsos en los que factores como la precaria situación socioeconómica, las crisis políticas, el desencanto de la resaca posthippie, la represión brutal de las luchas por los derechos civiles y la ya incipiente oleada reaccionaria, que tanto habría de condicionar el mundo occidental y su cultura de masas en la década por venir, se reflejaron a nivel individual en un clima de paranoia, desesperación y malestar difícil de definir. Fiel a su tiempo, el cine se hizo eco de la situación, y algunas de las mejores películas de la época fueron aquellas que analizaban psicologías dañadas y al borde del colapso. Junto a Taxi Driver podrían mencionarse, como ejemplos destacados de esta tendencia, La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974) o Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975), y otras obras menos conocidas que merecen una reivindicación, tales como Wanda (Barbara Loden, 1970) o Melodía para un asesinato (Fingers, James Toback, 1978).
Es posible que hoy nos hallemos ante un panorama similar al de entonces en muchos aspectos. Los retrocesos en políticas sociales, las guerras y genocidios consentidos, el auge de la extrema derecha, la amenaza medioambiental y la distorsión de las relaciones interpersonales y de la percepción de la propia imagen propiciada por las redes sociales son solo algunos de los factores que parecen haber generado en nuestro mundo un ambiente de ansiedad y alienación semejante al de los 70. Quizás sea por eso que ensayos publicados hace casi medio siglo, como Sobre la fotografía (On Photography, Susan Sontag, 1977) o La cultura del narcisismo (The Culture of Narcissism: American Life in an Age of Diminishing Expectations, Christopher Lasch, 1979) parezcan ahora escritos para describir la sociedad de hoy. Y quizás por eso también el arte actual, como aparato sublimador de dolor no malgastado, esté recuperando temas y modos de representación de entonces. Solo nos queda esperar que películas como las de Rose Glass, tan enérgicas como inteligentes, tan estimulantes como pertinentes, lleguen a constituirse en un modelo para el cine de género por venir.
 
Rose Glass

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