Al
echar la vista atrás, Ámbar ve su infancia como un tatuaje
incompleto. Uno que “nunca terminaron y fueron cambiando de diseño
a medida que lo hacían, o que yo abandono a medio hacer porque no
aguanto el dolor”. Recurre, en realidad, a la misma imagen que
utiliza su padre, Víctor Mondragón, al referirse a ella como “mi
cicatriz favorita”, en alusión al tatuaje con su nombre que le
decora el antebrazo y que, al igual que tantos otros aspectos de él,
habrá de revelarse engañoso y cargado de secretos inconfesos.
Todavía Ámbar no ha aprendido a desligar su propia esencia de la
persona que la lleva impresa como una vieja herida más. Y de este
modo, el diseño marcado en la piel deviene en la novela de Nicolás
Ferraro metáfora de crecimiento y de identidad. Una identidad cuyos
contornos, en el caso de la protagonista, resultan aún
traumáticamente indefinidos, y que al mismo tiempo encierra una
carga de peligro difícil de eludir, ya que los tatuajes lo hacen a
uno identificable, como le suele explicar su padre antes de contarle
la historia del furia Roldán, a quien “atraparon por culpa de una
bola ocho en la nuca”.
Los
quince años de vida de Ámbar son ya demasiados para haber estado
acarreando la circunstancia de ser hija de un brutal delincuente que
“carga sus cicatrices como medallas. […] un hombre que puede
leerse en Braille mejor que escucharse”. Alguien que le enseñó “a
sacar balas y a coser tajos cuando tenía doce”, y que igual
discute con ella sobre videojuegos que le pide ayuda para secuestrar
a un tipo. Ámbar sabe puentear los cables de un coche y reconoce qué
calibre se ha usado con solo ver una herida de bala, pero no sabe lo
que es llevar la vida de un adolescente normal, como esos con los que
se relaciona por temporadas, a los que conoce y a los pocos meses ha
de dejar para siempre, porque su padre se ha vuelto a meter en
problemas y han de largarse a recalar en otro lugar distinto, donde
el ciclo se repetirá invariablemente.
Todo
eso había cambiado en teoría al establecerse ambos en el pueblo
natal de Víctor. Abandonaban tanto el nomadismo como el exceso de
precauciones; Ámbar podía darse a conocer a sus compañeros de
clase con su auténtico nombre y teñirse el pelo de rosa sin miedo a
llamar demasiado la atención. Pero Víctor es un padre cuyas
promesas “son verdades con fecha de vencimiento”, y cuando
alguien aparece para asesinar a tiros a su socio Giovanni, “Lo más
parecido a un hermano de papá”, y tratar de acabar también con
él, padre e hija han de dejar todo de nuevo atrás y volver a la
carretera. Del tirador, Víctor solo alcanzó a distinguir una
serpiente en el brazo, y piensa que algún viejo enemigo puede
habérsela tatuado o haber encargado a otro el trabajo. Para vivir
fuera de peligro, es necesario buscar al hombre que lo quiere bajo
tierra. Decidido a encontrarlo, elabora una lista con los nombres de
las personas que ha hecho enojar durante los dos años anteriores.
Ámbar se empeñará en acompañarlo en la búsqueda.
Coming
of age en clave ultraviolenta, Ámbar es un libro en el
que a la superficie de lirismo árido que entretejen las oraciones de
Ferraro se une la ternura aún no corrompida de la voz de su
narradora. En su proceso de madurez, Ámbar ha de visitar a las
figuras del pasado de su padre para de este modo poder ir
construyéndose para sí misma un presente, una individualidad que le
permita tener un futuro en el que poder ser siempre Ámbar,
signifique eso lo que signifique, y no tener que ir adoptando nombres
escogidos al azar. Al igual que en todo rito iniciático, el paso se
cobra ciertos peajes, como el derrumbamiento de unos mitos que hasta
el momento nos han ocultado la visión de la realidad o nos la han
deformado a conveniencia. A pesar de toda la infelicidad, la
frustración y los resentimientos que la actividad de Víctor le ha
causado, Ámbar mantiene de él una visión idealizada, una tendencia
a protegerlo y a ponerse de su lado. Y los sentimientos encontrados y
la ambivalencia en esa relación serán de hecho el principal
conflicto con el que habrá de lidiar, por debajo de los tiroteos,
torturas y baños de sangre.
Al
mismo tiempo que participa más que nunca de la vida violenta y
despiadada de Víctor, convirtiéndose casi en una sustituta del
Giovanni asesinado, aumenta su ansia por romper el círculo, salir
del universo que jamás quiso habitar, ese en el que no hay terreno
estable, sino un constante desplazamiento de un peligro a otro, y
donde “Al único lugar al que podemos volver es a nosotros mismos”.
La
piedra de toque llegará para ella por partida doble, al comenzar a
descubrir aspectos de la vida de Víctor que hasta el momento se le
habían ocultado y al vislumbrar una alternativa en Marcos, un chico
al que conoce por casualidad y con el que se asocia efímeramente no
para practicar una violencia real y destructora sino para matar
dinosaurios en una máquina recreativa. Al enamorarse, toma
conciencia tanto de su recién estrenada sensación de independencia
como de su soledad:
“Lo importante es que ahora todo lo que me pasa es solo mío. Nadie
me va a explicar cómo son las cosas, ni cómo se sienten, ni qué me
gusta, ni el olor que tiene algo, ni a qué le tengo o dejo de tener
miedo. Sé que los dientes de Marcos son chiquitos, que matamos
dinosaurios juntos, que tiene un perfume que quiero aspirar como si
fuera olor a lluvia”.
De
Marcos, le atrae precisamente todo aquello que lo diferencia de su
padre. En oposición a un Víctor al que imagina como “un tipo que
lleva el gatillo de un arma como si fuera una alianza”, al ver que
Marcos no sabe muy bien cómo apoyar la escopeta de perdigones en su
cuerpo, dice que le gusta “su inexperiencia con un arma”. Y a
diferencia de la existencia sin enraizamiento a la que Víctor la
condena, la posibilidad de una vida estable, opuesta al nomadismo
forzado por las amenazas constantes, se ejemplifica a nivel
metafórico en la veleta de gallo roto sobre el tejado de la casa de
Marcos, “inmóvil a pesar del viento que despeina la arboleda más
atrás”.
Sea
sola o acompañada, Ámbar deberá dar el salto por su propio pie. Y
hacerlo asumiendo el riesgo de que, con tanta agitación, la mano del
tatuador podría fallar y acabar malogrando el nombre, estropeando su
diseño de manera irrevocable.
La
cuarta novela de Nicolás Ferraro, merecedora del Premio Hammett en
2022, reafirma y depura las señas de identidad del autor. Personajes
que se esfuerzan por atrapar un atisbo de humanidad en un mundo
despiadado, pasajes de acción que se visualizan como si cada frase
fuese un plano rodado por Peckinpah y una prosa de ritmo entrecortado
y seco que sabe también amplificar la percepción de los espacios en
la mente del lector con un detallismo expresionista que trae a la
memoria las viñetas de maestros del cómic argentino como José
Muñoz o Eduardo Risso. Un universo narrativo coherente y personal,
en definitiva, al que, ahora que Ámbar acaba de ser editada
por Grijalbo, podemos acceder también desde España.