Nunca malgastes tu dolor, le dice Maud al vagabundo que pide limosna en el callejón junto al paseo marítimo. Una frase que se repetirá más adelante a sí misma, cuando su recobrada confianza en la misión divina que cree que Dios le ha encomendado esté a punto de conducir la acción al climax. Ese no malgastar el dolor, almacenarlo, cuidarlo y darle forma con la intención de utilizarlo finalmente como herramienta transformadora, podría ser la idea de base sobre la que se articula todo el periplo de Maud, la protagonista omnipresente de la brillante opera prima de Rose Glass. Y su apego a dicho mantra, una de las causas de su aterrador final.
Cuando
tras su estreno, Saint Maud (Rose Glass, 2019) fue comparada
con películas de terror religioso al estilo de El exorcista
(The Exorcist, William Friedkin, 1973) o Carrie (Brian
de Palma, 1976), su directora aclaró que, si bien esos films le
parecían ejemplos de buen cine, sus referentes habían sido otros. Y
entre ellos mencionaba Repulsión (Repulsion, Roman
Polanski, 1965), The Devils (Ken Russell, 1971) y Taxi
Driver (Martin Scorsese, 1976). Pensando en este último, podría
resultar difícil a priori ver la relación entre el drama urbano del
veterano de guerra Travis Bickle (Robert de Niro) y la historia de
terror psicológico de la enfermera privada que interpreta Morfydd
Clark en Saint Maud; tanto como entre el paisaje sucio y
degradado del Nueva York de mediados de los 70 por el que se mueve
Travis y el de la pequeña localidad costera inglesa en que está
ambientado el film de Glass. Sin embargo, al analizar Saint Maud,
son muchos los paralelismos que pueden establecerse con la obra
maestra escrita por Paul Schrader y dirigida por Scorsese hace ahora
cinco décadas.
![]() |
Robert de Niro |
Partiendo
de la figura del taxista en la gran manzana, Taxi Driver nos
presentaba a un ser atormentado que buscaba escapar de su situación
de precariedad psicológica embarcándose en una suerte de cruzada
personal. En su film de 2019, Rose Glass nos introduce en la vida y
en la mente de Maud (o Katie, como sabremos se llama en realidad),
una joven que trabaja en cuidados paliativos y a la que, ya desde el
comienzo, escuchamos en off hablarle directamente a Dios y decirle
que espera de él una señal que le anuncie su destino, el cual
confía consista en algo más elevado que limpiar cuerpos moribundos.
Cuando su nueva paciente, Amanda (Jennifer Ehle), una exbailarina
aquejada de un linfoma de la médula espinal, aparenta interesarse
por su fe y se muestra deseosa de experimentar la misma confianza en
la mano de Dios, Maud se convence de que la señal por fin se ha
producido y de que su misión es liberar a Amanda, conducirla a la
senda de la fe para redimirla de sus pecados y permitir su acceso al
cielo. Un objetivo que pronto quedará obstaculizado por la
reticencia de la paciente a seguir los planes de Maud y a abandonar
lo que esta considera un estilo de vida inmoral y frívolo.
![]() |
Morfydd Clark |
Como
film de terror, Saint Maud basa parte de su eficacia en una
atmósfera oscura de iluminación barroca, en sus vetustos escenarios
art déco y en su sobria paleta cromática, aspectos que la distancian
estéticamente del film de Scorsese. Pero a nivel narrativo existen
muchos elementos en común entre ambos. Aparte de las escenas que
pueden remitir de manera más o menos directa a Taxi Driver
(los pasajes del suplicio y el resurgir de Maud en su apartamento,
con todo el ritual de preparación y su momento frente al espejo, su
divagar nocturno bajo las luces de neón de los negocios y hasta la
presencia del músico callejero tocando un tambor de batería, que
podría ser un guiño explícito de Glass a su referente), lo que
emparenta un film con otro es más una cuestión de fondo que de
forma.
Al
igual que Taxi Driver, Saint Maud es una película que
lo supedita casi todo al retrato de su protagonista. Glass ha
declarado que su objetivo era hacer una película que transcurriese
en gran medida dentro de la cabeza de Maud, o que fuese mitad Maud y
mitad la voz que Maud tiene en su interior. La voz en off que nos
refiere sus soliloquios con la divinidad recuerda a la voz en off que
en Taxi Driver leía las entradas del diario de Travis,
haciendo así más partícipe al espectador del progresivo deterioro
de su estado psicoafectivo. Según Glass, su historia iba a tratar de
una joven que oye a Dios en su cabeza y se enamora de él, y poco a
poco fue cambiando hasta convertirse en algo distinto y en más que
eso. En su versión final, Maud es un ser aislado física y
emocionalmente, sumido en un estado mental proclive a la delusión.
Lleva lo que considera una existencia carente de sentido y sueña con
un acto de sublimación que la lleve a trascender su insignificancia
y la haga ser vista y admirada. Si Travis canaliza al final su
insatisfacción por la senda del vigilantismo, mediante una acción
que aspira a que la sociedad lo contemple como a un héroe, en Maud
la sublimación halla su vía en el fanatismo religioso y la obsesión
por Dios, que Maud ha adquirido, como ella misma admite,
recientemente, quizás tras una experiencia traumática derivada de
la pérdida de una paciente, en circunstancias que el guión no llega
a precisar pero que intuimos pueden haber estado relacionadas con una
negligencia por su parte.
Sintiéndose
rechazados por un entorno con el que no son capaces de establecer
conexiones libres de problemática, y viendo sus intentos por salir
del hoyo reiteradamente frustrados, los personajes se hunden en una
espiral de desequilibrio que inevitablemente conduce a la violencia
gratuita. Ambos films pueden interpretarse como obras acerca de los
peligros de la soledad, sobre los demonios personales que germinan al
recluirse en medio de una sociedad que tiende a marginar conductas
desviadas y establece mitos inalcanzables de celebridad. Las visiones
que Maud experimenta al final le proporcionan no solo el horror al
que cree que debe enfrentarse sino también la culminación de sus
anhelos. Dentro de su cabeza, la película le ofrece, quizás, un
desenlace feliz, al fin y al cabo.
Estrenada
cinco años más tarde, la segunda película de Rose Glass, Sangre
en los labios (Love Lies Bleeding, 2024), supuso un cambio
de género y de escenario. Con la intención de hacer, en sus
palabras, un melodrama pulp y sexy, trasladó la acción a Estados
Unidos para contar una historia de amor saturada de sangre y
esteroides. En lugar de una sola personalidad aislada, el film
describe la tortuosa relación entre dos, Lou (Kristen Stewart) y
Jackie (Katy O’Brian). Lou lleva una vida anodina y triste en una
pequeña población rural en medio del desierto, trabajando como
encargada del gimnasio que pertenece a su padre (Ed Harris), un
gangster local con el que apenas se habla. Una luz parece encenderse
en su camino al conocer a Jackie, la culturista que viaja haciendo
autostop hacia Las Vegas con la intención de participar en un
concurso de Body Building. Pero lo que promete ser un hermoso y
duradero romance se ve pronto enturbiado a causa del cuñado
maltratador de Lou, de la falta de autocontrol de Jackie, demasiado
propensa a los estallidos de agresividad, y de su obsesión por
alcanzar el triunfo a toda costa.
En
el plano de la fotografía y la dirección artística, Sangre en
los labios se separa de su predecesora apostando por una imagen
más chillona y de colores saturados, a tono con el carácter sensual
y exuberante del film, un fascinante neonoir para el que Glass pensó
en referentes estéticos tan dispares como Showgirls (Paul
Verhoeven, 1995), Crash (David Cronenberg, 1996) o Paris,
Texas (Wim Wenders, 1984).
Ambientada
en 1989, en la película parece haber una reflexión acerca de toda
una serie de rasgos culturales que definieron parte de la sociedad
durante la era Reagan. El discurso de la superación personal, la
recuperación del mito del sueño americano llevado hasta el extremo,
la hiperbolización de la masculinidad y el exceso de testosterona;
todo esto se palpa en la textura sudorosa y vibrante de Sangre en
los labios, y todo esto condiciona y trastorna la personalidad de
Jackie, que si bien no constituye la figura hegemónica y central de
la narración, como sucedía con Maud, sí acarrea aquí con el
discurso temático que emparenta los dos films y que vuelve a remitir
al modelo de Taxi Driver.
Al
principio de la película se nos retrata a Lou como una mujer tímida
y vulnerable y a Jackie como su contrapartida; fuerte, decidida y
henchida de autoconfianza. Pero tan pronto la situación empieza a
torcerse, la fortaleza de Jackie se revela una fachada que esconde
muchas inseguridades y carencias. Y es entonces cuando Lou se revela
como la parte más equilibrada y en contacto con la realidad, y acaba
teniendo que resolver, a su pesar, los entuertos que la impulsividad
y los delirios de grandeza de su novia les generan a ambas.
No
es extraño que Jackie también sea, de las dos, la más susceptible
a dejarse seducir por esa cultura de exhibición de poder y de
fascinación por las armas que representan las figuras masculinas del
film, lo que la hará particularmente manipulable ante el padre de
Lou. Afectada quizás por traumas familiares que nunca llegamos a
conocer con detalle, está tan obnubilada por el cultivo de sus
músculos y el deseo de reconocimiento, y su cerebro tan alterado por
los anabolizantes, que acabará volviéndose propensa a los mismos
episodios alucinatorios que aquejaban a la protagonista de Saint
Maud.
Mucho
se ha escrito y discutido acerca de la ambigüedad del final de Taxi
Driver. ¿Sucede de verdad lo que vemos en las últimas escenas o
es una ensoñación de Travis, el delirio definitivo de una mente
enferma obsesionada con la sublimación redentora? En Sangre en
los labios, Rose Glass lleva más lejos la idea y nos introduce
sin avisar hasta tal punto en la mente de Jackie que la revelación
nos coge totalmente desprevenidos. El film termina penetrando así en
un terreno sorprendente e insospechado, de un atrevimiento formal
difícil de encontrar en un género tan habitualmente apegado a la
apariencia de realismo como es el thriller.
Cabe
observar que Rose Glass no es la única cineasta actual con la mirada
puesta en una cinematografía tan rica, excitante e idiosincrásica
como la del periodo histórico en que se realizó Taxi Driver.
Los 70 fueron unos años convulsos en los que factores como la
precaria situación socioeconómica, las crisis políticas, el
desencanto de la resaca posthippie, la represión brutal de las
luchas por los derechos civiles y la ya incipiente oleada
reaccionaria, que tanto habría de condicionar el mundo occidental y
su cultura de masas en la década por venir, se reflejaron a nivel
individual en un clima de paranoia, desesperación y malestar difícil
de definir. Fiel a su tiempo, el cine se hizo eco de la situación, y
algunas de las mejores películas de la época fueron aquellas que
analizaban psicologías dañadas y al borde del colapso. Junto a Taxi
Driver podrían mencionarse, como ejemplos destacados de esta
tendencia, La conversación (The Conversation, Francis
Ford Coppola, 1974) o Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080
Bruxelles (Chantal Akerman, 1975), y otras obras menos conocidas
que merecen una reivindicación, tales como Wanda (Barbara
Loden, 1970) o Melodía para un asesinato (Fingers,
James Toback, 1978).
Es
posible que hoy nos hallemos ante un panorama similar al de entonces
en muchos aspectos. Los retrocesos en políticas sociales, las
guerras y genocidios consentidos, el auge de la extrema derecha, la
amenaza medioambiental y la distorsión de las relaciones
interpersonales y de la percepción de la propia imagen propiciada
por las redes sociales son solo algunos de los factores que parecen
haber generado en nuestro mundo un ambiente de ansiedad y alienación
semejante al de los 70. Quizás sea por eso que ensayos publicados
hace casi medio siglo, como Sobre la fotografía (On
Photography, Susan Sontag, 1977) o La cultura del narcisismo
(The Culture of Narcissism: American Life in an Age of Diminishing
Expectations, Christopher Lasch, 1979) parezcan ahora escritos
para describir la sociedad de hoy. Y quizás por eso también el arte
actual, como aparato sublimador de dolor no malgastado, esté
recuperando temas y modos de representación de entonces. Solo nos
queda esperar que películas como las de Rose Glass, tan enérgicas
como inteligentes, tan estimulantes como pertinentes, lleguen a
constituirse en un modelo para el cine de género por venir.