El poema de
Robert Browning El amante de Porphyria
(Porphyria’s Lover, 1842) está considerado como un acercamiento primerizo del
autor a la técnica del monólogo dramático que él mismo contribuiría a
desarrollar y perfeccionar. Expresándose a través de la voz en primera persona
de un asesino psicópata, el poeta se ponía ya una de las múltiples máscaras que
utilizaría a lo largo de su obra. La influencia de este procedimiento llegaría
hasta nuestros días, teniendo Browning a su heredera más directa en la
contemporánea Carol Ann Duffy. Pero antes de Duffy y fuera del ámbito de la
lírica inglesa, en 1952, un escritor de novelas policíacas llamado Jim Thompson
había dado una vuelta de tuerca al género al otorgar por primera vez la voz
narrativa del libro a un personaje que ya no era sólo un representante de la
ley sino también un sádico asesino de tendencias psicopáticas: el ayudante de
sheriff Lou Ford. En definitiva, Thompson era el primer autor de género negro
que utilizaba al supuesto villano de la historia como medio de expresión y que
obligaba al lector a seguir la acción a través de sus ojos, su manera de pensar
y su particular filosofía de vida. La novela se titulaba El asesino dentro de mí (The Killer Inside Me, 1952), y a pesar de
las obvias distancias formales que la separaban de la obra del poeta británico,
guardaba más de un elemento en común con aquella.

Efectivamente,
como el fragmento citado indica, Lou es consciente de su problema. Se sabe
aquejado de lo que él llama su “enfermedad” y durante mucho tiempo ha tratado
de contenerse, de llevar una vida normal, integrado dentro de la pequeña
comunidad de la que forma parte. Y, al igual que en el poema de Browning es
Porphyria quien viene a despertar los instintos homicidas de su amante, también
es una mujer la que actúa de catalizador para que Lou desate su agresividad
largo tiempo reprimida. Se trata en este caso de Joyce Lakeland, una prostituta
que se he establecido en la localidad y a la que Lou, por orden de su superior,
debe pedir que se marche.
Ya de entrada,
resultan significativas las diferencias entre el modo en que Porphyria es
presentada en el poema y Joyce es descrita por Thompson en su primera
aparición. En el poema, el único detalle inadecuado a esa imagen frágil, de
melena rubia y hombro blanco y suave, parecen ser los guantes sucios, que
simbolizan de alguna manera la mancha moral que el amante implícitamente le
atribuye. La belleza inmaculada y virginal de Porphyria contrasta con la
vulgaridad maltrecha de Joyce, a la que Thompson tan sólo destaca en el aspecto
carnal:
“Llevaba shorts de dormir y un jersey de lana; su cabello oscuro estaba
enredado como la cola de un borrego, y la cara sin maquillar aparecía abotargada
por el sueño. Pero nada de eso importaba. Ni habría importado que saliese de
una pocilga cubierta por un saco de arpillera. Tenía todo lo que quería.
[…]
La mujer media como un metro setenta, no debía alcanzar los cincuenta
kilos y el cuello y los tobillos parecían algo más flacos de la cuenta. Pero
estaba muy bien. Perfectamente bien. El señor había acertado a distribuir la
carne donde realmente convenía” (Thompson 1952:12-13).
Lo mismo
podríamos decir acerca de la provocación que ambas mujeres ejercitan sobre sus
respectivos asesinos. Toda la lánguida sensualidad de Porphyria se torna en
violenta crudeza en el caso de Joyce. La tierna escena erótica del poema, en la
que la mujer se entrega al hombre, corresponde, igual que la descripción
previamente mencionada, a una visión idealizada construida por el propio
amante-narrador-asesino.
“Llevó mi brazo en torno a su cintura
Y desnudó su hombro blanco y suave,
Echando a un lado su melena rubia
Inclinándose luego, hizo que descansase
Mi mejilla en su hombro, y murmurándome
Cuánto me amaba, el oro de su pelo
Esparció por encima” (Browning, versos 16 a 22).
El narrador de
Thompson, por su parte, no necesita crearse tales fantasías. Mientras Porphyria
incita a su amante a hacer el amor, Joyce Lakeland, después de confundir a Lou
con un cliente y de descubrir que realmente es policía y que pretende echarla
del pueblo, lo provoca con insultos y golpes, abofeteándole “con tanta fuerza
que los oídos casi me retumbaron”. Él trata primero de no perder el control porque
“Sabía lo que ocurriría si no me iba inmediatamente, y no podía consentirlo.
Era capaz de matarla. Podía volverme la enfermedad”
(Thompson 1952:14). Pero entonces ella deja de golpearle y cambia de actitud;
se disculpa ante Lou y le pregunta si no le piensa pegar. Al él responder que
no, ella se muestra “casi defraudada”, lo que termina definitivamente por
romper su resistencia: “Asiéndole de las muñecas con una mano empecé a
golpearla con la otra. Casi perdió el conocimiento, pero yo no quería que se
desmayara. Tenía que darse cuenta de lo que ocurría” (Thompson 1952: 15).
Después de
esto, Lou se vuelve consciente de su falta de dominio sobre sí mismo y se
siente “asustado hasta lo indecible, asustado casi hasta el punto de perder la
cabeza” (Thompson 1952:15). Pero a partir de ese día ya no puede dejar de
visitar a Joyce. La relación sadomasoquista que se establece entre ambos supone
para él una entrega a la adicción que tanto se había preocupado por rechazar. Y
la responsable a sus ojos de dicha recaída no es otra sino Joyce. Según Lou
“Era como si un huracán hubiese avivado un viejo fuego que se extinguía. […]
Joyce alentaba lo peor que había en mí, sabía que de no detenerme pronto jamás
volvería a conseguirlo” (Thompson 1952: 16).

Joyce y
Porphyria van a morir. Ambas a manos de hombres que las hacen responsables de
sus respectivas muertes. El amante del poema actúa llevado por los celos y por
el sentimiento de humillación y de rechazo que el desprecio de Porphyria le
genera. Lou, en cambio, no se siente humillado ni rechazado, sino que culpa
injustamente a Joyce de sus propias miserias morales, algo muy típico de los
personajes masculinos del universo thompsoniano: “Joyce se lo había buscado.
[…] Yo no era más cruel que la mujer que me había hecho pasar el infierno para
satisfacer un capricho” (Thompson 1952: 41).
En el momento
del asesinato volvemos a encontrar la misma diferencia de tono que señalábamos
antes. El amante efectúa la ejecución de Porphyria como si se tratara de un
paso natural, perfectamente integrado dentro del juego amoroso:
“contemplándola,/ Encontré algo que hacer: toda su cabellera/ Rubia, tejida en
trenza larga,/ Enrollé por tres veces en su frágil garganta./ Y sí, la
estrangulé” (Browning, versos 37 a 41). El utilizar la cabellara rubia de la
mujer como soga resulta sumamente significativo: la está estrangulando con el
símbolo mismo de su exhuberancia sensual, lo que refuerza la idea del crimen
como acto erótico y lleva consigo también un implícito reproche. El amante no
tolera que Porphyria exhiba sus encantos y los vuelve en su contra. El
asesinato de Joyce es en comparación muchísimo más brutal y no deja el mínimo
resquicio a la sutileza:
“La hice girar como una peonza y le di un rápido uno-dos. Salió
disparada hacia atrás, hasta chocar con la pared, tambaleándose. Consiguió
mantenerse en pie, manoteando, farfullando no sé qué, para casi caer ante mí.
Entonces volví a golpearla otra vez.
La estampe contra la pared, pegándole una y otra vez, y era como
machacar una calabaza. Dura, al principio, para luego ablandarse de repente”
(Thompson 1952:46).
Es evidente
que Lou no puede decir, como el narrador del poema, que Joyce “No sufrió. Estoy
seguro/ De que no sufrió nada” (Browning, versos 41 y 42). Sin embargo, hay
algo que ambos crímenes tienen en común y es la relación entre muerte y sexo.
En Browning, el asesinato es para el amante una suerte de sublimación del amor,
y en Thompson vuelve a estar marcado por una sexualidad enfermiza; pero está
claro que en ambos casos se representa de la misma manera que si se tratase de
la culminación de un acto sexual. Después de matarla, el amante besa a
Porphyria y recuesta la cabeza de ésta sobre su hombro, “Cayendo sobre él
inmóvil, yerta:/ La cabecita ufana, sonriente,/ De tener lo que más ansiaba tan
contenta,/ […] ¡Y yo, su amor, soy suyo para siempre!” (Browning, versos 51 a
53 y 55). Ya moribunda, Joyce saca fuerzas para extender los brazos hacia Lou y
pedirle un último beso de despedida. Mientras que el amante de Porphyria se
declara suyo para siempre y permanece abrazado a ella el resto de la velada,
Lou reacciona a la petición de Joyce administrándole más violencia: “Tomé
impulso y le lancé un gancho al mentón. Se oyó un cr-aack seco, y todo su
cuerpo fue proyectado hacia arriba, para caer otra vez hecho un guiñapo. Y ya
no se movió”. Acto seguido, Thompson introduce un detalle escatológico que
termina de reforzar el paralelismo entre la agresión y el acto sexual: “Limpié
los guantes en su cuerpo; la sangre era suya y le correspondía por derecho”
(Thompson 1952: 46).
A partir de
ese momento, Lou tendrá que asumir y aceptar su condición de psicópata. El
amante de Porphyria se convence de haber obtenido su amor, habiéndola destruido
para siempre; pero Lou no puede autoengañarse, por mucho que lo desee. Se sabe
enfermo y ningún sentimiento romántico puede ocultar o justificar eso. Podrá
engañar a los demás, llevando la máscara a la que ya se ha acostumbrado, pero
no a sí mismo. Aunque intente convencerse de que “Al librarme de ella me había
librado de la enfermedad” (Thompson 1952: 70), matar a Joyce sólo la habrá
hecho todavía más fuerte, y más adelante le empujará a cometer nuevos crímenes.
Sólo hacia el final del libro reconocerá que “No había tenido miedo de perder
el control si seguía con ella. Ese control lo había perdido ya antes de
tropezar con ella. Fue una cuestión de azar. Porque cualquiera que me recordase
la pesada carga de mi conciencia, […] moriría” (Thompson 1952: 182).

Jim Thompson
aprendió bastante acerca del arte de llevar máscaras. Tras dos primeras novelas
de inspiración autobiográfica que no habían logrado atraer mucha atención, el
autor se había resignado a escribir literatura criminal como medio para ganar
dinero y sacar a su familia de la pobreza. Frustrado al principio por este
hecho, aprendería pronto a hallar un equilibrio entre las exigencias temáticas
que las editoriales le imponían y las preocupaciones personales que desde el
principio pretendiera volcar en su trabajo. Lo cierto es que, muy probablemente
y a su pesar, Thompson logró reflejarse con mayor sinceridad y honestidad
haciéndolo indirectamente que de la manera explícita en que lo había hecho en
sus dos primeros libros, más afectados estos por una necesidad de
autojustificarse y de construirse una imagen demasiado complaciente consigo
misma. Así, paradójicamente, las máscaras le darían la libertad para poder
mostrarse más desnudo, e igual que Browning lo hiciera a través de Andrea del Sarto o de Fra Lippo Lippi, Thompson ahondaría
mejor en su propia personalidad vistiendo la piel de personajes como el Roy
Dillon de Los timadores (The Grifters, 1963) o el Nick Corey de 1280 almas (Pop. 1280, 1964). O, ¿por qué no?, el psicópata Lou Ford.
Previamente a El asesino dentro de mí, el autor había
efectuado una suerte de borrador en Sólo
un asesinato (Nothing More than Murder, 1949), su primera novela
policíaca, también narrada en primera persona por un hombre que terminará
cometiendo un crimen. Pero Sólo un
asesinato, variación del clásico tema del triángulo amoroso tan repetido en
la novela negra desde El cartero siempre
llama dos veces (The Postman Always
Rings Twice, 1934), de James M. Cain, no suponía una propuesta tan original
como la historia de Lou Ford. Lo cual no quiere decir que con El asesino dentro de mí Thompson llegase
todo lo lejos que podía llegar. Otro rasgo que la novela comparte con El amante de Porphyria es su condición
de obra inaugural. Browning perfeccionaría su uso del monólogo en poemas como Mi última duquesa o los dos que acabamos
de citar; Thompson partiría de los logros ya alcanzados para, o bien explorar
sus inquietudes formales lanzándose a la experimentación en la celebrada Noche salvaje (Savage Night, 1953) o en Un
infierno de mujer (A Hell of a Woman,
1954), o bien ahondar en su personal visión pesimista del mundo en su obra
maestra 1280 almas.
![]() |
Jim Thompson |
Bibliografía:
BROWNING,
Robert, Poemas escogidos. Traducción:
Salustiano Masó. 1989. Madrid. Ediciones Endimión. 1992.
THOMPSON, Jim,
El asesino dentro de mí. 1952.
Traducción: Paco Ignacio Tabio II. Madrid. Ediciones Júcar. 1988.
No hay comentarios:
Publicar un comentario