
Lo
cierto es que en Fatal sí hay acción. De hecho, hay
bastante. Pero esta se halla concentrada casi toda en el último
tramo del libro, haciendo que un lector impaciente se pueda
desesperar ante lo que a simple vista no sería más que una fría y
desapasionada disección de la alta burguesía de provincia,
aderezada con esporádicos toques de humor. El panorama de la
ficticia Bléville se nos expone mientras seguimos a la protagonista,
que para esta ocasión concreta ha adoptado el nombre de Aimée
Jouvert. Se trata de una asesina a sueldo que viaja por pequeñas
poblaciones prosperas, se codea con la flor y nata local y fisga en
sus miserias y rivalidades hasta encontrar la manera de sacarles
provecho. De partida, encontramos una de las constantes habituales de
la obra de Manchette, nada original por otro lado, como es su
reiterado ataque contra la burguesía y sus corruptas instituciones
(en varias ocasiones se ha comparado a Fatal con Cosecha
roja). Pero las virtudes del libro no serían tantas si
terminasen ahí.

Para
entender esto, lo mejor es acudir a un artículo publicado por
Manchette en Le Matin en 1980 titulado Brindis por Dash.
En el artículo, dedicado a Dashiell Hammett, a quien Manchette no
dudaba en considerar como “el mejor novelista del mundo desde
1920”, el autor relacionaba el estilo de Flaubert y del realismo
francés del XIX con el objetivismo (también llamado behaviorismo o
conductismo) practicado por Hammett y sus contemporáneos unas
décadas más tarde. Ambos estilos son, según sus palabras,
“técnicamente regresivos”. Razones de desconfianza y
desesperación llevan al texto a ser “sistemáticamente purgado de
cualquier embellecimiento, de cualquier artilugio estilístico, de
una poética capa de significado, hasta el punto de convertirse en lo
contrario a un objeto artístico: un hueso humano”. El estilo
objetivista surge de una desconfianza ante la interioridad de la
gente. Cuando todo el mundo miente y engaña no queda sino atenerse a
los hechos y tratar de extraer un significado de las apariencias.
Incluso “aquellos que creen estar diciendo la verdad están en
realidad expresando sus falsas conciencias: son ingenuos”.
En
cualquier caso, la valoración que el autor hacía de la utilidad del
objetivismo como estilo ligado a cierta ideología o actitud vital,
aplicada al periodo histórico de los años 70, resultaba más
pesimista y estaba claramente influenciada por su condición de
sesentayochista desencantado, como muestran las últimas líneas del
artículo:
“La novela negra norteamericana […] completó su desarrollo mucho
antes de la muerte de su fundador. Aportó un juicio negativo de la
literatura y de toda la sociedad de su tiempo. La cuestión de
nuestra época actual ya no tiene que ver con este juicio, sino con
su ejecución. Quien lea ahora a Dashiell Hammett por el placer de la
distracción debería mejor estar asustado. Porque, para decirlo en
pocas palabras: Esto es por lo que todos vais a morir”
(Trad. del A.).
Esta
visión es la que recorre Fatal de la primera a la última
página. Aimée, protagonista definida por una notable ingenuidad,
igual que muchos otros héroes Manchettianos, se engaña a sí misma
creyendo que tiene el control y que actúa libremente contra un
sistema que desprecia, inconsciente de ser, en último término, una
herramienta al servicio de dicho sistema, una pieza del engranaje
que, en el momento en que flaquee, se volverá hacia ella para
destruirla. En este sentido, a Aimée le sucede lo mismo que a los
terroristas de Nada, el libro más famoso de Manchette, aunque
Fatal tiene la virtud de no entrar directamente en el tema
político y de evitar así la deriva momentánea hacia la obra de
tesis que aquejaba un poco a aquella, por otro lado, magnífica
novela.
A
través de esa ingenuidad, y de una inestabilidad emocional que a
veces raya en lo infantil, se refleja al ser puro, aún no del todo
contaminado, enfrentado a la podredumbre que lo rodea. Aimée (igual
que Julia, la enferma mental de La lunática en el castillo,
su claro precedente) es una criatura vulnerable capaz de una
violencia inaudita, resultado de una rabia largo tiempo acumulada.
Este modelo femenino sufriría una suerte de maduración, aparte de
un desdoblamiento, en los personajes de Ivory Pearl y de Alba Black,
protagonistas de la desgraciadamente inconclusa La Princesse du
Sang (publicada póstuma en 1996). En cualquier caso, Aimée es
quizás la versión más personal que el autor llegaría a dar del
héroe clásico del hardboiled (mucho más interesante, en
cualquier caso, que la del detective Eugène Tarpon de La morgue
está llena y Un montón de huesos, sus dos novelas más
mediocres); la de alguien condenado desde el principio, cuyos logros
episódicos no son más que estadios en el camino hacia el fracaso
definitivo, que para Manchette es el fracaso de la lucha del
individuo solo contra el sistema capitalista.
Volviendo
al tema del estilo, y a la referencia a Flaubert mencionada antes,
Aimée se pasea por buena parte de la trama como una flâneur
atenta al detalle, al tiempo que la voz narrativa la sigue
cinemáticamente como una cámara de evidente vocación voyeurística.
Existe en la novela, y ahí es donde radica su punto fuerte, una
perfecta correlación entre estilo y personaje, que se aprecia
especialmente en los momentos en los que la controlada sobriedad de
Aimée se resquebraja para dar paso a un súbito estallido de locura
y Manchette acompaña dicho estallido con una momentánea ruptura del
tono del relato. La tercera persona se ve sacudida en estos casos por
un brusco exabrupto, que puede por ejemplo adoptar la forma de una
exagerada comparación, una de esas “pequeñas filigranas
esperpénticas” a las que se refería Andreu Martín en su prologo
a la edición de Ediciones B. Un buen atisbo de esto se nos muestra
ya en el segundo capítulo, cuando Aimée se emborracha en el
compartimiento del tren y termina frotándose todo el cuerpo con
billetes del dinero que acaba de cobrar por un asesinato. Tras una
descripción somera y distanciada del proceso, la voz narrativa rompe
su impasibilidad al contar como Aimée hunde la nariz en el champán
y “en el compartimiento de lujo del tren de lujo, tenía en la
nariz el olor lujoso del champán, el perfume sucio de los billetes
sucios y el olor sucio de la choucroute, que era como de meados o
como de jodienda” (según la traducción de Javier Gispert).
Así,
Manchette permite que el tono del relato se contamine del estado de
locura transitoria de Aimée. Pero tras el punto y aparte, al llegar
a Bléville, la voz narrativa, lo mismo que el objeto de su
seguimiento, habrá “recobrado su habitual dominio sobre sí
misma”.
Hacia
el final de la historia, no podría ser de otra manera, Aimée
volverá a perder el control. Al ir a cumplir con el contrato que se
ha buscado en Bléville descubrirá que no es capaz de hacerlo, ya
que sin ella pretenderlo se ha colocado en una situación que la
enfrenta a sus propios valores y contradicciones. Y el querer dar
marcha atrás, el pretender desbaratar el sistema, la situará
directamente en el punto de mira de los “gilipollas” de los que
creía estar aprovechándose. Junto a ella, veremos de nuevo como el
estilo se toma licencias cada vez mayores.
En
determinado momento, Manchette, que siempre mostró una sensibilidad
muy cercana a la Nouvelle Vague, llega incluso a rozar la
metaliteratura, al dirigir un comentario sardónico al lector a costa
de la propia condición voyeurística de la voz narrativa: “La
mujer no era visible en la oscuridad. De haber sido visible, no
hubiera resultado agradable; o tal vez hubiera resultado agradable,
todo depende de gustos”. Y semejante salida de tono, de marcado
carácter posmoderno, alcanzará su paroxismo en las últimas
páginas, cuando el autor se permita no solo personalizar a un
narrador hasta el momento invisible sino identificarlo íntimamente
con la que antes no había sido otra cosa más que su constante
objeto de observación: “Después de un momento, no sé si debido a
una visión que Aimée tuvo a causa de la sangre perdida o por otra
razón, me pareció que iba vestida con un espléndido modelo
escarlata…”.
El
estilo y el personaje (o el material narrativo, que vendría a ser lo
mismo) se unen y se transforman en una sola entidad. Una entidad que
para Manchette ya no tiene ninguna posibilidad en el mundo en el que
vive. Después de Fatal, lo que quedaría para Manchette sería
el ejercicio del estilo por el estilo. Y no sería poco, si tenemos
en cuenta que ello produciría la que es probablemente su mejor
novela, Cuerpo a tierra (recientemente reeditada en España
como Caza al asesino). Casi resulta significativo que, a pesar
de su singularidad, su belleza y su innegable interés, Fatal
sea, de entre todas las obras del autor, la que más parezca haber
sido relegada al olvido. Quién sabe si porque, desde aquel primer
rechazo de Série noire, la fatalidad en ella enunciada la
condenara también de antemano.
Jean-Patrick Manchette |
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