De
las dos versiones que circulan acerca del origen del film Sed de
mal (Touch of Evil, 1958), de Orson Welles, es sin duda la
segunda la más atractiva y la que más enriquece la leyenda ya de
por sí bastante alimentada del cineasta. Según esta versión,
Welles estaba interesado en dirigir un largometraje para Albert
Zugsmith, productor conocido en la industria como “Rey de la serie
B”, con quien el cineasta acababa de trabajar como actor en el film
Man in the Shadow (1957), de Jack Arnold. Cuando Zugsmith
ofreció a Welles escoger entre un montón de guiones, este le pidió
que le entregara el peor de todos, esperando poder demostrar que era
capaz de realizar una gran película a partir de un mal guión.
Welles rehizo así en tres semanas y media el trabajo de los
guionistas Franklin Coen y Paul Monash, recuperando teóricamente
elementos de la novela que les había servido de base (1) y de la que
en un principio habían tomado el título original Badge of Evil,
escrita por dos autores que utilizaban el seudónimo de Whit
Masterson, y que había sido publicada en 1956 por la editorial Dodd
Mead. La obra maestra de Welles entraría a formar parte del grupo de
los tres films noirs más importantes e influyentes de la
década de los 50, que compartían el hecho de partir de novelas
menores. Los otros dos serían Atraco perfecto (The
Killing, 1956) de Stanley Kubrick, que adaptaba la novela Clean
Break (1955), de Lionel White, y sobre todo, por la diferencia
cualitativa entre libro y adaptación fílmica, El beso mortal
(Kiss Me Deadly, 1955) de Robert Aldrich, basada en la obra de
Mickey Spillane publicada en 1952.
Sería
muy injusto tachar de mediocres a la pareja de autores de Badge of
Evil por dicha novela, pero lo cierto es que si solo hubiesen
publicado esta, u otras a la misma altura, es poco probable que
hubiesen sido tan recordados y revalorizados con el paso de los años.
Robert
Allison Wade y H. Bill Miller, ambos nacidos en 1920, se habían
conocido en clase de violín a la edad de 12 años. Desde entonces, y
hasta la muerte del segundo en 1961, mantuvieron una estrecha amistad
que derivó también en fructífera colaboración profesional.
Comenzaron a desarrollar historias juntos ya en la adolescencia y en
1946 publicaron su primera novela, Arma mortal (Deadly
Weapon), bajo el nombre de Wade Miller (Whit Masterson sería
otro de los seudónimos que emplearían, junto con los de Dale Wilmer
y Will Daemer). Juntos escribieron un total de treinta y tres libros.
Y tras el fallecimiento de su amigo, Robert Wade aún añadiría
trece más a la lista.
Al
contrario que otras parejas de escritores, como Ellery Queen o
Boileau-Narcejac, quienes solían repartirse el trabajo asignándose
tareas concretas, Wade y Miller participaban a dúo en todos los
diferentes aspectos de la elaboración del texto. En la contraportada
de una de las ediciones de la novela Evil Come, Evil Go
(1961), última en la que participó Miller, se describía su método
de trabajo de la siguiente forma:
“Después de discutir una idea en profundidad, la perfilan mucho.
Entonces Wade redacta a toda prisa un primer borrador, con Miller
reescribiéndolo todo en seguida, y juntos revisan el resultado en
voz alta, lo que les lleva a un tercer borrador. Pero el auténtico
secreto del éxito de su método es que, después de treinta años,
Wade y Miller piensan tanto de la misma manera que no han tenido
jamás una discusión importante concerniente a su trabajo (2).
Años
después, Robert Allison Wade explicaría:
“De manera deliberada, no compartimentábamos nuestro trabajo,
sabiendo que llegaría un tiempo en que uno de nosotros tendría que
ser capaz de hacerlo todo. Desafortunadamente, ese tiempo llegó
mucho antes de lo que anticipábamos, pero, gracias a nuestra
previsión, yo fui capaz de continuar solo” (3).
Si
bien Badge of Evil denota ciertas ambiciones de realismo y
crítica social que no se encuentran en otros de sus trabajos, lo
cierto es que también carece de la energía y la potencia dramática
que la pareja sí solía alcanzar cuando se movía en los terrenos de
la novelística más descaradamente pulp de los paperbacks
del periodo (4), en obras como Devil May Care (1950), Stolen
Woman (1950) o, sobre todo, Branded Woman (1952), novela
pionera en el otorgar a una mujer el estatus de heroína hardboiled.
De
entre todos los cambios que se producen al trasladar Badge of Evil
a la pantalla, quizás el que más puede sorprender al lector que se
acerca al libro con el film de Welles en la cabeza sea el que se
refiere al personaje del sargento Hank Quinlan. En la novela, como se
descubre avanzada la lectura, Quinlan no es el malvado de la
historia, sino la herramienta leal de la que el auténtico malhechor,
el capitán de policía McCoy, se ha servido durante años,
manteniéndolo en la ignorancia respecto a los métodos tramposos que
emplea para atrapar a los criminales. Quinlan ejerce pues el rol que
en la película recaería en el personaje de Menzies.
Al
preguntarse el por qué Welles (si es que fue él, y no los coautores
previos del guión) decidió poner el peso sobre Quinlan y
convertirlo en el antagonista de la función la respuesta puede ser
sencilla: su personaje en la novela resulta más interesante y
atractivo que el del villano McCoy. La primera vez que ambos aparecen
se acercan juntos hacia Holt, el protagonista, por el pasillo de la
comisaría y, antes de que Holt sepa quién es quién, se nos dice
que “El más corpulento llevaba bastón y cojeaba mucho”
(Masterson 1956:15). Luego la voz narrativa dedicará bastante más
espacio a la descripción de McCoy, y sin embargo, serán ese bastón
y esa cojera los que se queden fijados a nuestra memoria. La novela
también termina dotando de más humanidad a Quinlan. Empatizamos con
él hacia final, cuando Holt acude a su casa en busca de ayuda,
porque lo vemos como un hombre que se siente traicionado por la
persona en quien más ha confiado y a la que más fiel ha sido
durante toda su vida. Al principio de la conversación, se sigue
resistiendo a creer en las acusaciones que Holt suelta contra el
capitán de policía, pero finalmente cede, y tras un tortuoso
paréntesis de reflexión en el que se queda solo en el cuarto
pensando con amargura en los treinta años que ha estado trabajando
para McCoy, anuncia que está dispuesto a ayudar a Holt. Así, es
Quinlan quien en el libro lleva el micrófono que permite al
protagonista grabar al malvado confesando sus crímenes. En el film,
igualmente, será Quinlan el que sea grabado gracias a la traición
de Menzies, su hasta entonces fiel escudero.
En
el estado de la casa de Quinlan se aprecia la decadencia del policía,
mucho más atenuada que en el film. A pesar de ser viudo, Quinlan no
se ha molestado en cambiar del buzón la tarjeta descolorida en la
que se lee “Mr. y Mrs. Quinlan”. Dentro de la vivienda se aprecia
“el desorden que uno espera encontrar en la casa de un hombre que
vive solo”. Y Holt halla a Quinlan sentado al borde de la cama de
matrimonio, en pijama, con su pierna lisiada asomando “rígida en
un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto a la alfombra, y
el bastón apoyado en la mesilla de noche” (Masterson 1956:189).
Leyera
o no la novela antes de diseñar su caracterización, es indudable
que este tono decadente, unido a la ambigüedad moral y la
atormentada personalidad que adquiriría en la pantalla, ofrecía a
Welles la posibilidad de crear un personaje a su medida (5).
El
bastón y la cojera (que no las gafas, que muy comprensiblemente
desaparecen del rostro del Quinlan en la pantalla) sería el primer
paso hacia la elaboración de una poderosa figura humana construida a
partir de su fisicidad. La obesidad, las mejillas mal afeitadas, el
puro mordisqueado o la barra de caramelo que no deja de masticar
mientras habla, todo responde a una amplificación efectuada por el
actor-director del decadentismo apuntado por Wade y Miller en el
libro.
Quinlan
se vuelve también más complejo en manos de Welles. El film da una
explicación a su conducta, al introducir la historia del tipo que
asesinó a su esposa y al que nunca logró condenar. Y el hecho de
que sus principales apoyos contra el protagonista sean un criminal,
el mezquino Grandi, y el fiel lacayo que habrá de traicionarlo al
final, contribuye a hacer de él una figura patética que, en
contraposición al apuesto e inmaculado Vargas interpretado por
Charlton Heston, despierta nuestra simpatía y conmiseración en el
momento de su inevitable caída. En este sentido, conviene citar la
reflexión que hacía Andre Bazin en su celebre estudio sobre el
cineasta:
“Quinlan no es en realidad el policía abyecto. No saca provecho de
sus investigaciones. Está convencido de la culpabilidad de aquellos
a los que hace condenar bajo falsas pruebas. Sin él, esos culpables
pasarían por inocentes. Al derecho de gentes, a la inteligencia y a
la inflexible lógica de su colega mejicano, opone la “intuición”
que le garantiza la exactitud de su diagnóstico. Inventa las pruebas
que le son necesarias para enviar al “culpable” a la silla
eléctrica. Quinlan, físicamente monstruoso, ¿lo es también
moralmente? Hay que responder a la vez sí y no. Sí, pues es
culpable de llegar hasta el crimen para defenderse; no, porque desde
un punto de vista moral más profundo está, al menos en algunos
aspectos, por encima de Vargas, el honesto, el justo, el inteligente,
pero a quien escapará siempre un sentido de la vida que yo llamaría
shakespeariano” (Bazin 1972:110)
Tanto
en la novela como en el film se enfrentan dos conceptos diferentes de
justicia. La obra de Wade y Miller hace ya un leve apunte a la
posible legitimidad del punto de vista del malvado, cuando la esposa
de Holt le señala que él solo está haciendo lo que considera justo
y Holt a su vez replica: “Pero lo mismo le pasa a McCoy”
(Masterson 1956:148). Sin embargo, es el film el que saca mayor
partido a las contradicciones de ambos lados. En este sentido resulta
fundamental uno de los cambios, menos importante de cara a la trama
pero más sustancial para la percepción del personaje de Quinlan,
que se aprecian en la adaptación. El sospechoso al que se le han
colocado las pruebas falsas es descubierto inocente rápidamente en
el libro, mientras que al final del film se conoce su culpabilidad
después de que haya confesado el crimen. Así, Quinlan ha caído por
atrapar al hombre que al fin y al cabo debía ser atrapado. La
cuestión que interesa a Welles es la de si el fin justifica los
medios, por mucho que tal fin pueda demostrarse justo en último
término.
Otro
de los temas que Welles desarrolla y explota más es el del racismo.
En la novela es Holt, el protagonista, el norteamericano casado con
una mujer mejicana. El asunto racial aparece mencionado tan solo en
un pasaje, cuando, después de que su esposa haya sido arrestada por
posesión y consumo de narcóticos, tras ser drogada por McCoy para
desacreditar a Holt, este se queja alegando: “Para colmo, mi mujer
es de familia mejicana. Y a eso le sacarán todo el jugo que quieran,
porque, como sabe cualquier jurado estadounidense, son los nacidos en
el extranjero los causantes de todos los crímenes y de toda la
drogadicción” (Masterson 1956: 187). El matrimonio intercambia sus
orígenes en el film, donde el protagonista pasa a llamarse Vargas y
a ser un mejicano recién casado con una típica rubia norteamericana
de clase media-alta. Más allá de que las connotaciones sexuales de
dicha relación pudieran todavía herir susceptibilidades en la
Norteamérica de los 50, el hecho de que el héroe de la historia se
haya de enfrentar, aparte de con la falta de apoyo por parte de las
autoridades, con los prejuicios raciales de la comunidad aporta una
tensión extra al relato. La primera estrategia que utilizará
Quinlan para desacreditar a Vargas, será, de hecho, apuntar a sus
orígenes, al acusarlo de querer defender al sospechoso Sánchez
porque es mejicano, y de creer por ello en su inocencia aunque las
pruebas lo indiquen como culpable. Como explicaba David Thomson en un
artículo para The Guardian, “Welles concebía la historia
como la de tres líneas divisorias: la rancia frontera entre Mejico y
Estados Unidos; la manera en que un buen detective se convierte en un
mal policía; y la provocación basada en la sexualidad interracial”
(6).
Racista,
prepotente y falto de escrúpulos, el Quinlan de Welles es a su vez
una figura crepuscular que debe desaparecer en favor del progreso, el
producto de un entorno de degradación física y moral que hombres
como Vargas pretenden sanear. Justifica sus pecados de la misma forma
en que McCoy lo hace en la novela cuando alega que nunca actuó
“contra nadie que no fuese culpable” (Masterson 1956:198). Algo
que sabemos que no es cierto en el caso de McCoy, pero que podría
serlo en el de Quinlan.
Hay
en la novela, como ya hemos señalado, un apunte de crítica social,
pero todo termina cayendo en la condena de una sola persona: “McCoy
no era más que un policía; no el sistema entero. […] constituía
un símbolo, pero un símbolo que resultó ser falso” (Masterson
1956:207). Podría parecer que aquí los autores introdujesen un
discurso en torno a la ruptura del mito americano. Pero al Holt
proponer que presenten a Quinlan como héroe para salvaguardar la
imagen del departamento se reconoce la necesidad de la existencia del
mito, y se termina resolviendo el asunto mediante la sustitución de
uno por otro.
Quinlan
terminaría considerado un héroe en el papel y moriría como un
infame en la pantalla. Pero ¿qué destino nos conmueve más? ¿Cuál
nos parece más lleno de carga trágica, de dimensión humana?
Notas:
(1)
Aunque según muchas fuentes Welles ni siquiera se molestó en leer
el libro hasta años después.
(2)
Extracto reproducido dentro del artículo de Ed Lynskey A One-Two
Punch: The Autor Duo of Wade Miller, para Mystery File # 42,
Febrero de 2004, en http://www.mysteryfile.com/Wade/Miller.html
(3)
De la entrevista realizada por Ed Lynskey, Steve Lewis y Bill
Pronzini para el mismo especial de Mystery File # 42, Febrero de
2004.
(4)
Es curioso que uno de los aciertos del film Sed de mal
consista precisamente en introducir en la historia elementos entonces
de moda en la narrativa pulp que no se hallaban presentes en
el libro, como la pandilla de delincuentes juveniles.
(5)
En relación con la ambigüedad y la atmósfera de decadencia que
envuelve a Quinlan, quien recordemos termina siendo un héroe en la
novela, conviene señalar que Wade y Miller se habían previamente
adelantado a su época con la creación de un detective, Max
Thursday, alcohólico, sórdido e irritable, que resultaba más
difícil de admirar para el lector de entonces que cualquiera de sus
precedentes literarios. Thursday protagonizaría seis novelas entre
1947 y 1951.
(6)
De Touch of Evil: Nº 2 best crime film of all time, por David
Thomson, en:
https://www.theguardian.com/film/2010/oct/17/touch-evil-crime
Bibliografía:
MASTERSON,
Whit, Sed de mal.
1956. Traducción: Herminia Dauer. Editorial Planeta, S. A.
1985
BAZIN,
Andre, Orson Welles. 1972. Traducción: F. Meliá. Fernando
Torres, editor. 1973
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