domingo, 19 de febrero de 2017

La transformación de Quinlan. "Sed de mal", de la novela al cine

De las dos versiones que circulan acerca del origen del film Sed de mal (Touch of Evil, 1958), de Orson Welles, es sin duda la segunda la más atractiva y la que más enriquece la leyenda ya de por sí bastante alimentada del cineasta. Según esta versión, Welles estaba interesado en dirigir un largometraje para Albert Zugsmith, productor conocido en la industria como “Rey de la serie B”, con quien el cineasta acababa de trabajar como actor en el film Man in the Shadow (1957), de Jack Arnold. Cuando Zugsmith ofreció a Welles escoger entre un montón de guiones, este le pidió que le entregara el peor de todos, esperando poder demostrar que era capaz de realizar una gran película a partir de un mal guión. Welles rehizo así en tres semanas y media el trabajo de los guionistas Franklin Coen y Paul Monash, recuperando teóricamente elementos de la novela que les había servido de base (1) y de la que en un principio habían tomado el título original Badge of Evil, escrita por dos autores que utilizaban el seudónimo de Whit Masterson, y que había sido publicada en 1956 por la editorial Dodd Mead. La obra maestra de Welles entraría a formar parte del grupo de los tres films noirs más importantes e influyentes de la década de los 50, que compartían el hecho de partir de novelas menores. Los otros dos serían Atraco perfecto (The Killing, 1956) de Stanley Kubrick, que adaptaba la novela Clean Break (1955), de Lionel White, y sobre todo, por la diferencia cualitativa entre libro y adaptación fílmica, El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955) de Robert Aldrich, basada en la obra de Mickey Spillane publicada en 1952.
Sería muy injusto tachar de mediocres a la pareja de autores de Badge of Evil por dicha novela, pero lo cierto es que si solo hubiesen publicado esta, u otras a la misma altura, es poco probable que hubiesen sido tan recordados y revalorizados con el paso de los años.
Robert Allison Wade y H. Bill Miller, ambos nacidos en 1920, se habían conocido en clase de violín a la edad de 12 años. Desde entonces, y hasta la muerte del segundo en 1961, mantuvieron una estrecha amistad que derivó también en fructífera colaboración profesional. Comenzaron a desarrollar historias juntos ya en la adolescencia y en 1946 publicaron su primera novela, Arma mortal (Deadly Weapon), bajo el nombre de Wade Miller (Whit Masterson sería otro de los seudónimos que emplearían, junto con los de Dale Wilmer y Will Daemer). Juntos escribieron un total de treinta y tres libros. Y tras el fallecimiento de su amigo, Robert Wade aún añadiría trece más a la lista.
Al contrario que otras parejas de escritores, como Ellery Queen o Boileau-Narcejac, quienes solían repartirse el trabajo asignándose tareas concretas, Wade y Miller participaban a dúo en todos los diferentes aspectos de la elaboración del texto. En la contraportada de una de las ediciones de la novela Evil Come, Evil Go (1961), última en la que participó Miller, se describía su método de trabajo de la siguiente forma:

“Después de discutir una idea en profundidad, la perfilan mucho. Entonces Wade redacta a toda prisa un primer borrador, con Miller reescribiéndolo todo en seguida, y juntos revisan el resultado en voz alta, lo que les lleva a un tercer borrador. Pero el auténtico secreto del éxito de su método es que, después de treinta años, Wade y Miller piensan tanto de la misma manera que no han tenido jamás una discusión importante concerniente a su trabajo (2).

Años después, Robert Allison Wade explicaría:

“De manera deliberada, no compartimentábamos nuestro trabajo, sabiendo que llegaría un tiempo en que uno de nosotros tendría que ser capaz de hacerlo todo. Desafortunadamente, ese tiempo llegó mucho antes de lo que anticipábamos, pero, gracias a nuestra previsión, yo fui capaz de continuar solo” (3).

Si bien Badge of Evil denota ciertas ambiciones de realismo y crítica social que no se encuentran en otros de sus trabajos, lo cierto es que también carece de la energía y la potencia dramática que la pareja sí solía alcanzar cuando se movía en los terrenos de la novelística más descaradamente pulp de los paperbacks del periodo (4), en obras como Devil May Care (1950), Stolen Woman (1950) o, sobre todo, Branded Woman (1952), novela pionera en el otorgar a una mujer el estatus de heroína hardboiled.
De entre todos los cambios que se producen al trasladar Badge of Evil a la pantalla, quizás el que más puede sorprender al lector que se acerca al libro con el film de Welles en la cabeza sea el que se refiere al personaje del sargento Hank Quinlan. En la novela, como se descubre avanzada la lectura, Quinlan no es el malvado de la historia, sino la herramienta leal de la que el auténtico malhechor, el capitán de policía McCoy, se ha servido durante años, manteniéndolo en la ignorancia respecto a los métodos tramposos que emplea para atrapar a los criminales. Quinlan ejerce pues el rol que en la película recaería en el personaje de Menzies.
Al preguntarse el por qué Welles (si es que fue él, y no los coautores previos del guión) decidió poner el peso sobre Quinlan y convertirlo en el antagonista de la función la respuesta puede ser sencilla: su personaje en la novela resulta más interesante y atractivo que el del villano McCoy. La primera vez que ambos aparecen se acercan juntos hacia Holt, el protagonista, por el pasillo de la comisaría y, antes de que Holt sepa quién es quién, se nos dice que “El más corpulento llevaba bastón y cojeaba mucho” (Masterson 1956:15). Luego la voz narrativa dedicará bastante más espacio a la descripción de McCoy, y sin embargo, serán ese bastón y esa cojera los que se queden fijados a nuestra memoria. La novela también termina dotando de más humanidad a Quinlan. Empatizamos con él hacia final, cuando Holt acude a su casa en busca de ayuda, porque lo vemos como un hombre que se siente traicionado por la persona en quien más ha confiado y a la que más fiel ha sido durante toda su vida. Al principio de la conversación, se sigue resistiendo a creer en las acusaciones que Holt suelta contra el capitán de policía, pero finalmente cede, y tras un tortuoso paréntesis de reflexión en el que se queda solo en el cuarto pensando con amargura en los treinta años que ha estado trabajando para McCoy, anuncia que está dispuesto a ayudar a Holt. Así, es Quinlan quien en el libro lleva el micrófono que permite al protagonista grabar al malvado confesando sus crímenes. En el film, igualmente, será Quinlan el que sea grabado gracias a la traición de Menzies, su hasta entonces fiel escudero.
En el estado de la casa de Quinlan se aprecia la decadencia del policía, mucho más atenuada que en el film. A pesar de ser viudo, Quinlan no se ha molestado en cambiar del buzón la tarjeta descolorida en la que se lee “Mr. y Mrs. Quinlan”. Dentro de la vivienda se aprecia “el desorden que uno espera encontrar en la casa de un hombre que vive solo”. Y Holt halla a Quinlan sentado al borde de la cama de matrimonio, en pijama, con su pierna lisiada asomando “rígida en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto a la alfombra, y el bastón apoyado en la mesilla de noche” (Masterson 1956:189).
Leyera o no la novela antes de diseñar su caracterización, es indudable que este tono decadente, unido a la ambigüedad moral y la atormentada personalidad que adquiriría en la pantalla, ofrecía a Welles la posibilidad de crear un personaje a su medida (5).
El bastón y la cojera (que no las gafas, que muy comprensiblemente desaparecen del rostro del Quinlan en la pantalla) sería el primer paso hacia la elaboración de una poderosa figura humana construida a partir de su fisicidad. La obesidad, las mejillas mal afeitadas, el puro mordisqueado o la barra de caramelo que no deja de masticar mientras habla, todo responde a una amplificación efectuada por el actor-director del decadentismo apuntado por Wade y Miller en el libro.
Quinlan se vuelve también más complejo en manos de Welles. El film da una explicación a su conducta, al introducir la historia del tipo que asesinó a su esposa y al que nunca logró condenar. Y el hecho de que sus principales apoyos contra el protagonista sean un criminal, el mezquino Grandi, y el fiel lacayo que habrá de traicionarlo al final, contribuye a hacer de él una figura patética que, en contraposición al apuesto e inmaculado Vargas interpretado por Charlton Heston, despierta nuestra simpatía y conmiseración en el momento de su inevitable caída. En este sentido, conviene citar la reflexión que hacía Andre Bazin en su celebre estudio sobre el cineasta:

“Quinlan no es en realidad el policía abyecto. No saca provecho de sus investigaciones. Está convencido de la culpabilidad de aquellos a los que hace condenar bajo falsas pruebas. Sin él, esos culpables pasarían por inocentes. Al derecho de gentes, a la inteligencia y a la inflexible lógica de su colega mejicano, opone la “intuición” que le garantiza la exactitud de su diagnóstico. Inventa las pruebas que le son necesarias para enviar al “culpable” a la silla eléctrica. Quinlan, físicamente monstruoso, ¿lo es también moralmente? Hay que responder a la vez sí y no. Sí, pues es culpable de llegar hasta el crimen para defenderse; no, porque desde un punto de vista moral más profundo está, al menos en algunos aspectos, por encima de Vargas, el honesto, el justo, el inteligente, pero a quien escapará siempre un sentido de la vida que yo llamaría shakespeariano” (Bazin 1972:110)

Tanto en la novela como en el film se enfrentan dos conceptos diferentes de justicia. La obra de Wade y Miller hace ya un leve apunte a la posible legitimidad del punto de vista del malvado, cuando la esposa de Holt le señala que él solo está haciendo lo que considera justo y Holt a su vez replica: “Pero lo mismo le pasa a McCoy” (Masterson 1956:148). Sin embargo, es el film el que saca mayor partido a las contradicciones de ambos lados. En este sentido resulta fundamental uno de los cambios, menos importante de cara a la trama pero más sustancial para la percepción del personaje de Quinlan, que se aprecian en la adaptación. El sospechoso al que se le han colocado las pruebas falsas es descubierto inocente rápidamente en el libro, mientras que al final del film se conoce su culpabilidad después de que haya confesado el crimen. Así, Quinlan ha caído por atrapar al hombre que al fin y al cabo debía ser atrapado. La cuestión que interesa a Welles es la de si el fin justifica los medios, por mucho que tal fin pueda demostrarse justo en último término.
Otro de los temas que Welles desarrolla y explota más es el del racismo. En la novela es Holt, el protagonista, el norteamericano casado con una mujer mejicana. El asunto racial aparece mencionado tan solo en un pasaje, cuando, después de que su esposa haya sido arrestada por posesión y consumo de narcóticos, tras ser drogada por McCoy para desacreditar a Holt, este se queja alegando: “Para colmo, mi mujer es de familia mejicana. Y a eso le sacarán todo el jugo que quieran, porque, como sabe cualquier jurado estadounidense, son los nacidos en el extranjero los causantes de todos los crímenes y de toda la drogadicción” (Masterson 1956: 187). El matrimonio intercambia sus orígenes en el film, donde el protagonista pasa a llamarse Vargas y a ser un mejicano recién casado con una típica rubia norteamericana de clase media-alta. Más allá de que las connotaciones sexuales de dicha relación pudieran todavía herir susceptibilidades en la Norteamérica de los 50, el hecho de que el héroe de la historia se haya de enfrentar, aparte de con la falta de apoyo por parte de las autoridades, con los prejuicios raciales de la comunidad aporta una tensión extra al relato. La primera estrategia que utilizará Quinlan para desacreditar a Vargas, será, de hecho, apuntar a sus orígenes, al acusarlo de querer defender al sospechoso Sánchez porque es mejicano, y de creer por ello en su inocencia aunque las pruebas lo indiquen como culpable. Como explicaba David Thomson en un artículo para The Guardian, “Welles concebía la historia como la de tres líneas divisorias: la rancia frontera entre Mejico y Estados Unidos; la manera en que un buen detective se convierte en un mal policía; y la provocación basada en la sexualidad interracial” (6).
Racista, prepotente y falto de escrúpulos, el Quinlan de Welles es a su vez una figura crepuscular que debe desaparecer en favor del progreso, el producto de un entorno de degradación física y moral que hombres como Vargas pretenden sanear. Justifica sus pecados de la misma forma en que McCoy lo hace en la novela cuando alega que nunca actuó “contra nadie que no fuese culpable” (Masterson 1956:198). Algo que sabemos que no es cierto en el caso de McCoy, pero que podría serlo en el de Quinlan.
Hay en la novela, como ya hemos señalado, un apunte de crítica social, pero todo termina cayendo en la condena de una sola persona: “McCoy no era más que un policía; no el sistema entero. […] constituía un símbolo, pero un símbolo que resultó ser falso” (Masterson 1956:207). Podría parecer que aquí los autores introdujesen un discurso en torno a la ruptura del mito americano. Pero al Holt proponer que presenten a Quinlan como héroe para salvaguardar la imagen del departamento se reconoce la necesidad de la existencia del mito, y se termina resolviendo el asunto mediante la sustitución de uno por otro.
Quinlan terminaría considerado un héroe en el papel y moriría como un infame en la pantalla. Pero ¿qué destino nos conmueve más? ¿Cuál nos parece más lleno de carga trágica, de dimensión humana?


Notas:

(1) Aunque según muchas fuentes Welles ni siquiera se molestó en leer el libro hasta años después.
(2) Extracto reproducido dentro del artículo de Ed Lynskey A One-Two Punch: The Autor Duo of Wade Miller, para Mystery File # 42, Febrero de 2004, en http://www.mysteryfile.com/Wade/Miller.html
(3) De la entrevista realizada por Ed Lynskey, Steve Lewis y Bill Pronzini para el mismo especial de Mystery File # 42, Febrero de 2004.
(4) Es curioso que uno de los aciertos del film Sed de mal consista precisamente en introducir en la historia elementos entonces de moda en la narrativa pulp que no se hallaban presentes en el libro, como la pandilla de delincuentes juveniles.
(5) En relación con la ambigüedad y la atmósfera de decadencia que envuelve a Quinlan, quien recordemos termina siendo un héroe en la novela, conviene señalar que Wade y Miller se habían previamente adelantado a su época con la creación de un detective, Max Thursday, alcohólico, sórdido e irritable, que resultaba más difícil de admirar para el lector de entonces que cualquiera de sus precedentes literarios. Thursday protagonizaría seis novelas entre 1947 y 1951.
(6) De Touch of Evil: Nº 2 best crime film of all time, por David Thomson, en: https://www.theguardian.com/film/2010/oct/17/touch-evil-crime

Bibliografía:

MASTERSON, Whit, Sed de mal. 1956. Traducción: Herminia Dauer. Editorial Planeta, S. A. 1985
BAZIN, Andre, Orson Welles. 1972. Traducción: F. Meliá. Fernando Torres, editor. 1973

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