Duke tiene
quince años. Es negro. Vive en Harlem. Duke es también el líder de una banda,
los Mighty Counts, en guerra constante contra otra afincada en Brooklyn, los
Kings. Entre las ocupaciones con las que Duke se gana la vida están el robo, el
proxenetismo y el reparto de droga para un traficante hispano llamado Juan.
Duke habita junto a su madre, su padrastro y su hermano en un apartamento del
que se ve a menudo impelido a escapar. Como muchos de los delincuentes
juveniles que acabarían poblando páginas y páginas de novelas baratas y
fotogramas de películas, Duke es una figura alienada en un mundo donde se
muestra incapaz de encontrar su lugar. Sufre frecuentes crisis de ansiedad y
estados de depresión en los que el terrible pandillero se siente solo y sin
nadie a quien recurrir:
“Nada de lo que pensaba salía bien. No había nada en lo que creer y no
podía ir a contarlo a nadie porque sabía lo que pensarían. A lo mejor ya lo
estaban pensando. Mis chicos tenían siempre esa mirada en los ojos, como si
viesen algo extraño en mí. Debían de estar hablando sobre mí, diciendo cosas a
mis espaldas. No podía acudir a ellos” (Ellson 1949:61) (Trad. del A.).
Publicada en
1949, Duke no fue la primera novela
sobre delincuencia juvenil en cosechar un éxito masivo en Estados Unidos y en causar
un enorme impacto entre los lectores. El merito le correspondía a The Amboy Dukes (1947), de Irving
Shulman, considerado responsable de crear un subgénero al que en ocasiones se
haría referencia con el término de “JD lit.” (Juvenile Delinquency literature).
Tal sería la repercusión de The Amboy
Dukes que llegaría incluso a ser acusada ante un comité de investigación de
haber contribuido al tremendo aumento de las bandas juveniles en el país
durante los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial. Pero
si Shulman había proporcionado las bases y creado la moda a la que en seguida
se sumarían un sinfín de escritores de paperbacks,
igual de cierto es que Hal Ellson, el autor de Duke, se convertiría pronto en el principal aportador y en el
máximo representante de dicha tendencia.
Ellson llevaba
años dedicado al trabajo social, a la terapia recreacional y a su empleo de
auxiliar de enfermería en el Bellevue Hospital de Nueva York cuando decidió
utilizar algunas de las confesiones que sus pacientes le hacían para escribir
un libro que retratase el prototipo del joven marginal de la época. En sus
propias palabras:
“Era un tiempo en que los vecindarios de Nueva York estaban llenos de
estas bandas de adolescentes… Yo veía toda clase de cosas demenciales y
confusas realizando aquel trabajo y llevaba mi cuaderno allá donde iba. Tomé
montones de notas, y mucho de lo que hay en mis libros eran anotaciones de lo
que estos jóvenes decían” (1).
El éxito de Duke fue tan grande que Ellson pronto se
encontró desbordado de material nuevo, el suficiente como para poder dedicar al
tema toda su carrera literaria: “Después de la aparición de Duke, hacían cola para hablar conmigo,
chicos acusados de un par de asesinatos, diciendo: ¿Quieres oír una buena
historia?” (2). Así, solo un año después publicaría Tomboy (1950), sobre la líder de una banda de chicas, y continuaría
escribiendo novelas sobre delincuentes juveniles hasta 1971, año en que vería
la luz el último de sus dieciséis libros, Blood
on the Ivy.
No es de
extrañar, aunque ahora difícilmente resultaría escandalosa para nadie, que Duke fuese considerada en su momento por
determinados sectores como una obra obscena, repelente y perniciosa. El interés
de la novela, leída en la actualidad, radica no tanto en la descripción de unas
actividades que hoy son harto conocidas sino en el tratamiento de cotidianidad
que les da el relato. Duke fue
escrita en primera persona, dando el autor la palabra al propio criminal
adolescente, lo que ya la distinguía de su predecesora, The Amboy Dukes, y le aportaba cierta singularidad (3). La
monotonía con la que Duke narra su día a día niega al lector el énfasis emocional
que determinadas escenas tendrían en otra clase de libro. Dentro de su apática
y gris existencia, Duke parece dar la misma importancia a un tiroteo con la
banda rival que a una inocua noche de borrachera, a un asesinato que a una cena
en el hogar familiar, a una violación que a un paseo por el parque. Esta falta
de tensión dramática, que unida a la ausencia de trama propiamente dicha hace
que la novela pueda resultar reiterativa y poco estimulante, supone en realidad
uno de sus aciertos a nivel literario. El desapasionamiento con el que Duke está narrada subraya, por un lado,
su intención de ser un retrato sociológico que prescinda de los adornos y los
recursos propios de la narrativa popular, y por otro, aporta el tono de apática
desesperanza que justifica o explica las angustias existenciales del personaje.
Los problemas
de Duke, de todos modos, no son ninguna novedad, y apuntan tanto a su negritud
como a su estrato social y situación familiar. Duke está dolido por no poder
mantener una relación con Gigi, la chica de la que se había enamorado, debido
al color de su piel. Desearía ser blanco. Cree que si viviese con su auténtico
padre en lugar de con su padrastro le iría mejor. Y sueña con tener
superpoderes que le permitan atracar bancos sin temor a la policía y conseguir
a todas las mujeres que quiera. Más allá de este análisis, un tanto simplista,
de la problemática del marginal, lo atractivo del enfoque de la novela está en
la manera en que refleja determinados aspectos de la psicología del personaje. Consciente
de estar haciendo uso de un narrador que, como señala en cierto momento, es
incapaz de expresar sus sentimientos por escrito o de palabra, Ellson utiliza
una serie de imágenes alucinatorias y de miedos injustificados y recurrentes en
Duke que ilustran sus estados de insatisfacción y paranoia. A menudo camina por
la calle y oye una voz que lo llama por su nombre. La voz no pertenece a nadie
en concreto, pero Duke experimenta un miedo cerval cada vez que la escucha. Se
cruza de tanto en tanto con un hombre al que le falta una pierna. Y su visión
le aterroriza y le hace sentir culpable sin saber por qué: “No me podía sacar
de la cabeza que yo le había hecho aquello, aunque sabía que no era así.
Parecía como si yo le hubiese cortado la pierna y él lo supiera” (Ellson
1949:124). Imagina que sus manos disminuyen de tamaño y le avergüenza que se
las vean. En su cuarto, ve la cara de Gigi en la pared. Desea tocarla pero no
puede moverse. Y cuando por fin lo logra, “El pelo se fue por un lado y la cara
empezó a desaparecer. Partes distintas se fueron hacia distintos sitios, la
boca y los ojos. Todo se rompió” (Ellson 1949:125).
Estos
conflictos internos se van incrementando en la cabeza de Duke hasta hacerlo
estallar definitivamente. Y el último capítulo está lejos de depararle un final
redentor o de lanzar una luz esperanzadora sobre su futuro. Duke no ha sido
castigado, no ha aprendido lección alguna, no ha tomado ninguna decisión de
mejora a partir de su experiencia. Sí ha sufrido una suerte de cambio, en todo
caso. Después de matar a un chico de un disparo y de ser arrestado y maltratado
por los policías en comisaría, Duke vuelve a la calle con la conciencia de que
no disponen de ninguna prueba con la que acusarle, y de que “De ahora en
adelante no tengo nada que perder. Nada que perder en absoluto. Después de esto
seré un gato malo y duro. Me acordaré de esto” (Ellson 1949:142).
Así pues, Ellson
no cae ni en el moralismo aleccionador de otros best-sellers del periodo, como La jungla de pizarra (The Blackboard jungle, 1954), de Evan
Hunter, ni en el sentimentalismo bienintencionado de futuros acercamientos al
tema, caso del de Susan E. Hinton en sus celebres novelas juveniles o del de
Joyce Carol Oates en Puro fuego:
confesiones de una banda de chicas (Foxfire:
Confessions of a Girl Gang, 1993).
Aparte de todo
esto, hay también algo que llama la atención en los libros de Hal Ellson y que
resulta ajeno tanto a su voluntad como a sus posibles meritos como escritor. Se
trata de una contradicción inevitable entre sus intenciones y la manera en que
su trabajo era presentado y promovido por la maquinaria de la industria del paperback, una tensión latente entre su
voluntad de aportar una visión realista y reveladora de un problema social
grave y la construcción de una iconografía específica para la cultura popular a
la que, consciente o inconscientemente, estaba contribuyendo. Más allá de arrojar
luz sobre las características de un fenómeno concreto que afectaba a los
jóvenes de las grandes ciudades, las novelas de bolsillo de los años 50 y 60,
con sus atractivas y llamativas ilustraciones de portada y sus efectistas
frases promocionales, hicieron del delincuente juvenil una figura tan repelente
como fascinadora, capaz de saciar los bajos apetitos de sus ávidos lectores. La
industria de Hollywood también sería de gran ayuda, y films como Semilla de maldad (The Blackboard jungle, Richard Brooks 1955), adaptación de la
mencionada obra de Evan Hunter, y sobre todo Rebelde sin causa (Rebel
Without a Cause, Nicholas Ray, 1955), en cuyo guión Irving Shulman
participaría sin llegar a ser acreditado, terminarían de fijar en el imaginario
colectivo una imagen icónica de gran poder, teñida de un barniz romántico, que
perduraría mucho más y con más fuerza que su ya olvidado referente realista, el
cual quedaría para siempre anclado a las sórdidas calles de las que nunca había
llegado a alejarse, tan desamparado y alienado como el propio Duke.
Geoffrey
O’Brien, en su fundamental Hardboiled
America. Lurid Paperbacks and the Masters of Noir, lo expresaba de manera
magnífica tomando como ejemplo la portada de una de las ediciones de Tomboy:
“El fetichismo se había vuelto salvaje. Tomboy, de Hal Ellson, era un retrato razonablemente serio de las
bandas de chicas delincuentes, pero la chica que James Bama pintó para una
edición de Bantam no era una desfavorecida de la que compadecerse sino una
escandalosa manifestación de energía perversa, cuyos ajustados tejanos,
chaqueta de cuero y coleta rubia elevaban al más alto rango de iconografía
erótica, una imagen que sería recordada mucho después de que el texto fuese
olvidado” (O’brien 1997:164).
Notas:
(1) En Over My Dead Body, de Lee Server, pg. 91, citado en Ritt 2013:108.
(2) En Encyclopedia of Pulp Fiction Writers, pg. 89, citado en Ritt
2013:108.
(3) Desde un
punto de vista filológico, conviene destacar el uso en la voz narrativa del
vocabulario slang de la época, para
lo que el libro cuenta al comienzo con un glosario de términos, entre los que
encontramos, por ejemplo, palabras como poke
y moolah para referirse al dinero, rod y joint para referirse a un revólver, y trim o jam para lo que el
glosario define como “una chica de virtud fácil”.
Bibliografía:
ELLSON, Hal, Duke. Popular Library Edition, 1956 (1949)
O’BRIEN, Geoffrey, Hardboiled America. Lurid Paperbacks and the Masters of Noir. Da Capo Press, Inc. (Expanded Edition) 1997
(1981)
RITT, Brian, Paperback Confidential. Crime Writers of the Paperback Era. Stark
House Press, Eureka, CA. 2013
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