1-
Animales nocturnos dentro de la tradición del ciudadano
justiciero.
Si
considerásemos únicamente, y por separado, Animales nocturnos,
la novela que anida dentro de la novela Tres noches (Tony
and Susan, 1993), de Austin Wright, podríamos considerarla como
una revisitación de las constantes y propuestas ya desarrolladas en
obras anteriores que han tratado el tema del ciudadano común
transformado, después de ser victima de una agresión, en vigilante
justiciero. En este sentido, Animales nocturnos guarda muchos
elementos en común, al tiempo que subvierte algunos de ellos, con
tres de las obras más celebres que se han escrito en torno al tema:
The Tiger among Us (1957), de Leigh Brackett, Buitres
(A Time of Predators, 1969), de Joe Gores, y Death Wish
(1972), de Brian Garfield.
Como
novela de carácter metaliterario, que juega al posmoderno juego de
la autorreflexión, Tres noches no solo explora las
posibilidades narrativas de este tipo de historias, analizando sus
mecanismos psicológicos e ideológicos, sino que estudia sus
posibles efectos en el lector. Elabora un brillante discurso en torno
al poder de la literatura para influir en nuestra percepción de
nosotros mismos y nuestro entorno, al tiempo que puede interpretarse
a modo de tratado del género policíaco como vehículo adecuado para
la sublimación de conflictos personales.
Susan
Morrow es un ama de casa perteneciente a la clase media. Está
felizmente casada con un cirujano de éxito llamado Arnold y tiene
tres hijos pequeños. Antes tuvo otro marido, Edward, un aspirante a
escritor a quien terminó abandonando por Arnold. Ahora, veinticinco
años después, Edward sorprende a Susan enviándole por correo el
manuscrito de su novela Animales nocturnos, con el propósito
de que ella la lea y le dé su opinión.
Dicho
punto de partida sirve a Wright para comenzar una exploración que se
desarrolla por partida doble. En una novela articulada en gran medida
en torno a sus paralelismos, el paralelismo dominante se establece
entre las dos líneas narrativas que se alternan y retroalimentan:
por un lado, Susan en su entorno doméstico, leyendo la novela de
Edward y reflexionando acerca de su vida pasada, presente y futura;
por otro, el periplo de Tony Hastings, protagonista de Animales
nocturnos, un profesor de matemáticas cuyas mujer e hija son
violadas y asesinadas por tres sádicos delincuentes, y a quien el
destino va a ir empujando paulatinamente, con una considerable
reticencia por su parte, hacia el acto de la venganza.
Animales
nocturnos va a sorprender y a remover a Susan por diversos
motivos. Para empezar, leerla supone una tarea incómoda. Le trae
recuerdos de su anterior matrimonio y del modo en que fracasó, de
las patéticas luchas de Edward por convertirse en escritor y de cómo
estas terminaron consiguiendo que ella lo despreciara, bien que fuese
a su pesar. Al comenzar la lectura, Susan teme enfrentarse al
sentimentalismo pueril y egocéntrico que afectaba los escritos de
Edward cuando eran jóvenes y estaban juntos. Pero la transformación
que habrá sufrido él a sus ojos queda ya evidenciada en el hecho de
que la novela vaya a romper sus expectativas con respecto a lo que
Edward pueda haber escrito. Se pregunta cuales serán sus intereses a
los cuarenta y nueve años, y piensa que, a menos que en él se haya
operado un cambio radical, la novela no será de género policiaco ni
“Tampoco una historia de sangre y venganza” (Wright 1993:15).
Precisamente lo que Animales nocturnos resulta ser.
Por
otro lado, Susan no puede evitar el identificar inconscientemente a
Tony, el protagonista de la novela, con Edward, su autor, y al poco
de comenzar la lectura ya aprecia “la ironía con que Edward ha
retratado al personaje de Tony, lo que sugiere madurez, capacidad
para burlarse de sí mismo” (Wright 1993:28). Tony es un hombre
civilizado, metódico y de costumbres fijas. Su tragedia se
desencadena precisamente a raíz de una traición a su sentido del
orden en aras de una cierta búsqueda de libertad, cuando, viajando
en coche con su esposa Laura y su hija Helen, decide, en lugar de
parar a dormir en algún motel, dejarse “llevar por la idea de
lanzarse a la carretera esa misma noche y dejar atrás sus hábitos”
(Wright 1993:21). Atravesando una región desconocida y boscosa, otro
coche lo hace salirse de la calzada. En ese otro vehículo viajan
Ray, Lou y el Turco, los tres criminales que van a llevarse
secuestradas a Laura y a Helen y van a tratar más tarde de acabar
también con la vida de Tony. En este punto de la lectura, Susan
compara lo que los agresores están haciendo al personaje con lo que
Edward, como autor, le está haciendo a ella: “aquellos hombres lo
derribaron, le pusieron una zancadilla. Lo bloquearon igual que
Edward la está bloqueando a ella” (Wright 1993:45). Si al
principio ha identificado a Tony con Edward, conforme avanza en el
terreno de la narración, y de manera igualmente inevitable, va a
sentirse ella misma identificada con Tony, lo que va a provocar un
sutil pero poderoso proceso psicológico destinado a transformar su
vida íntima.
De
un modo mucho más brutal, la experiencia traumática sufrida por
Tony en Animales nocturnos ha de suponer un cambio en él. Su
condición de ciudadano común, respetuoso de las normas y extraño
al uso de la violencia, se ve puesta a prueba ante el encuentro con
personas sin escrúpulos habituadas a ejercerla. Después de que Ray
y el Turco se hayan llevado a las mujeres, Tony es obligado por Lou a
conducir hasta un claro apartado en el bosque. Cuando el hombre
ordena a Tony que baje, la novela establece una comparación entre
ambos:
“El de la izquierda es un cuarentón sedentario que imagina muchas
cosas pero que no ha participado en una pelea desde su niñez y no
recuerda haber salido nunca vencedor. El de la derecha tiene una
barba negra, viste vaqueros y se muestra muy seguro de sí mismo. El
sedentario no tiene otras armas que su estilográfica y sus gafas de
lectura. El de la barba tampoco ha exhibido arma alguna, pero parece
saber que posee los recursos necesarios para imponer su voluntad.
Pregunta: ¿Cómo puede el hombre sedentario impedir que lo arrojen
del coche?” (Wright 1993:51).
Como
muchas historias de venganza similares, la de Tony habla de la
indefensión del hombre de la sociedad moderna ante la amenaza de un
mundo sin normas que no es el suyo, un mundo de barbarie, primitivo,
donde todavía impera la ley del más fuerte. Indefensión que
conecta con viejos conceptos de masculinidad. Sintiéndose ultrajado,
Tony experimenta un primer conato de furia contra la clase de hombres
capaces de hacer lo que le han hecho a él y “de pensar que esa
clase de cosas son divertidas. Viriles. De machos”. Para paliar su
humillación, se ha de reafirmar a sí mismo en su rol de hombre
integrante de la sociedad civilizada: “Mi nombre es Tony Hastings.
Enseño matemáticas en la universidad. […] Tengo un doctorado”,
al tiempo que trata de verse a la altura de las circunstancias: “Me
disgustan los conflictos, pero si la ley no… Puede que los tipos
que juegan a piratas en la carretera se enteren por mí de cómo
funcionan las cosas” (Wright 1993:57).
También
los protagonistas de las tres novelas mencionadas al principio son
victimas de la misma frustración y la misma rabia. Donde Animales
nocturnos se acerca y al mismo tiempo se distingue de estas es en
el proceso emocional que sigue su personaje, y en su posición
inconstante y compleja ante la idea de la justicia privada.
2-
The Tiger among Us
y Buitres.
La tentación de ser como ellos.
En
The Tiger among Us, quizás la novela más celebre de Leigh
Brackett fuera del campo de la ciencia ficción, el protagonista es
Walter Sherris, quien va caminando solo por la noche cuando es
atacado y golpeado brutalmente por unos jóvenes delincuentes. La
reflexión que hace en el momento en que comienza a ser vapuleado
explicita ya de partida los mismos sentimientos de ultraje y
humillación que acometerán a Tony en Animales nocturno.
Aunque Brackett pone el énfasis en el hecho de que los atacantes
sean unos críos:
“¿Tienes idea de lo que se siente en esa situación concreta? Eres
un hombre adulto y ellos son chiquillos. Te sientes degradado por
tenerles miedo pero tienes miedo. Te sientes encolerizado porque te
han puesto las manos encima por la única razón de que les apetecía
hacerlo. Sientes que están protegidos por toda clase de leyes y
costumbres y que de alguna manera no está bien pelear contra ellos,
ni siquiera en defensa propia, como pelearías contra hombres
adultos” (Brackett 1957:10-11).
Una
diferencia sustancial entre el libro de Brackett y el de Wright es
que en The Tiger among Us adquiere mucha más importancia el
proceso de investigación para descubrir a los culpables. Harto de
que la policía no realice la tarea que en su opinión debería
realizar, Walter Sherris decide investigar por su cuenta. Contrata a
un detective y este acaba muerto, pero ello no lo detiene. Desde el
principio, está dispuesto a buscar a sus cinco agresores para
vengarse: “Pensaba en cinco chicos y en lo que su acto de violencia
trivial me había costado […] Notaba un sabor nuevo en la boca. El
amargo, estimulante sabor de la venganza, aún no del todo presente
pero en camino” (Brackett 1957:29).
En
determinado punto de la lectura de Animales nocturnos, Susan
se plantea precisamente qué hará la novela una vez ha desarrollado
el punto de partida y se adentra en el nudo de la trama, “¿Seguir
con los malvados y contar una de misterio, o profundizar en el alma
de Tony y conseguir otra cosa?” (Wright 1993:108).
Brackett,
a su manera, trata de hacer ambas cosas en The Tiger among Us,
pero es evidente que la trama policial le interesa mucho más que a
Wright (o a Edward), quien en su novela decide centrarse en un Tony
preocupado por seguir su vida, al margen de una investigación que se
desarrolla a muchos kilómetros de distancia y de la que apenas
recibe noticias esporádicas. Si Walter Sherris atosiga de manera
insistente al jefe de policía Koleski, demandando una mayor acción
para encontrar a sus agresores, en Animales nocturnos, por el
contrario, es el teniente Bobby Andes quien ha de insistir a Tony
para que colabore con la justicia en lograr la encarcelación de Ray,
Lou y el Turco.
Después
de volver a su hogar y a su trabajo, Tony parece desentenderse del
caso. Se sumerge en el duelo, en el recuerdo de Laura y Helen, pero
no sabe muy bien qué sentir ante la tragedia ni hacia los causantes
de esta. A Walter Sherris le preocupa que sus atacantes puedan dañar
a otra gente, cosa que Tony ni se plantea. Otra diferencia entre
ambos libros se halla en el papel que adjudican a la figura del
agente de policía encargado del caso. En The Tiger among Us,
Koleski trata de aplacar las ansias vengativas del protagonista y de
evitar que este se acabe transformando en un vigilante, mientras que
en la obra de Wright es precisamente el teniente Andes el catalizador
de que Tony tome el camino de la justicia privada, después de que la
ley oficial se haya demostrado incapaz de castigar a los culpables.
Walter
Sherris, obsesionado con encontrar a los criminales en los que según
él anida el tigre de la sociedad, su parte más oscura y malvada,
está a punto de administrar él mismo el castigo a sus perseguidos.
Pero en el momento decisivo, sus ansias vengativas se apagan. Cuando
por fin se está enfrentando a la banda de jóvenes, y ha estado
cerca ya de acabar con ellos, es de pronto consciente de que su deseo
de asesinarlos va “más allá de la justicia o la razón o la
autoconservación”, y de que puede acabar siendo como sus
agresores: “Las rayas del tigre comenzaban a aparecer en mis
costados” (Brackett 1957:177). Así pues, Walter supera su ansia
vengativa y deja que la policía se encargue de los chicos.
Algo
muy parecido sucede en Buitres, la primera novela de Joe Gores
y la que le proporcionó su primer premio Edgar en 1969. En Buitres,
la esposa de Curt, el protagonista, se suicida después de haber sido
asaltada y violada en su casa por un grupo de jóvenes. Justo antes
de enterarse del suceso, Curt, que es profesor de antropología y
filosofía, discute con unos alumnos acerca de la suplantación de
los instintos por la inteligencia en el hombre, convencido de que
“Sin frustraciones en el medio ambiente no habría hostilidad”
(Gores, 1969:58). Así pues, está reflexionando ya sobre el tema que
le va a afectar más adelante.
La
novela de Gores se asemeja en muchos aspectos a la de Brackett, al
tiempo que introduce ideas que luego aparecerán más profundamente
desarrolladas en Animales nocturnos. Igual que en The Tiger
among Us, la figura del policía aparece como contrapunto y
obstáculo a las ansias de justicia privada que afectan a al
protagonista. Pero Buitres introduce ya un personaje, el de
Floy Preston, propietario del gimnasio que comienza a frecuentar
Curt, que hace en cierto modo de guía y mentor, al igual que hará
Andes en Animales nocturnos. A Curt, antiguo miembro de los
SAS, la tragedia trae recuerdos de la guerra, “un tiempo en que
Curt se había visto obligado a ser bastante sanguinario para
sobrevivir” (Gores, 1969:72). Pero dicho tiempo ha quedado atrás,
adormecido por años de vida pacífica. Y ahora es necesario que
Preston, quien sabe reaccionar rápida y eficazmente ante situaciones
de violencia y quien “no veía nada malo en tomarse la justicia por
su mano” (Gores, 1969:114), se convierta para Curt, el intelectual
civilizado y culto, en un modelo a seguir.
Al
verse seducido por la idea de la venganza, Curt comienza a dudar de
sus propias teorías, expresadas al inicio. Se pregunta: “¿Y si en
el hombre todavía anidaba un ser atávico y salvaje desde las épocas
más antiguas e irracionales de su evolución? ¿Y si Curt daba
rienda suelta a ese ser?” (Gores, 1969:126). En el fondo, le
gustaría verse dominado por el tigre que tentaba a Walter en la
novela de Brackett, y piensa que es una “Lástima no poder ser
depredador por un momento” (Gores, 1969:128).
Pero
hacia el final de la novela, cuando, haciendo uso de su recuperada
formación militar, consiga asediar a los culpables y tenga la
oportunidad de asesinarlos a sangre fría, se descubrirá incapaz.
“Bueno, había descubierto algo sobre sí mismo” (Gores,
1969:290). En definitiva, no es como sus perseguidos. Al igual que
Walter, Curt tiene una revelación de última hora. Se da cuenta de
que “Mientras los perseguía no era mejor que ellos. Igual de
enfermo, igual de perturbado…” (Gores, 1969:316). Y por haberse
resistido al tigre, se le concede al final la posibilidad de comenzar
una nueva vida.
3-
Tony Hastings, el eterno indeciso.
Jake Gyllenhaal en el papel de Tony Hastings |
Por
su parte, en Animales nocturnos, Tony es mucho más
ambivalente al respecto. Experimenta sus primeros deseos de venganza
tras recibir una carta de Andes en la que el teniente le adjunta la
foto de un sospechoso, pero dichos deseos le repelen y opta por
autocensurarse. En su caso, se entremezcla también el sentimiento de
culpa, ya que dentro de la fría apatía en la que se ha sumido no
deja de rememorar el suceso y de pensar en las cosas que podría
haber hecho y no hizo para defender a su mujer y a su hija. Lo que
finalmente lo anima a comprometerse en serio con Andes y a cooperar
en la captura de sus asesinos es en gran medida el hacerse consciente
de su vacuidad, hasta el punto de considerar que su propia tristeza
es fruto del fingimiento. Busca su alma y solo halla “blanca
indiferencia por debajo de las calculadas muestras de pesadumbre”.
Se siente “un hombre artificial, fabricado con gestos” (Wright
1993:184). Lo único real que encuentra en él a lo que poder
aferrarse consiste en una furia incipiente. Y decide focalizar esa
furia sobre los tres responsables de la tragedia.
Aún
así, debe seguir recordándose a sí mismo su odio para no flaquear.
Después de que Andes y él hayan cogido a Ray, el principal asesino,
y este se vea ahora ante ellos no como un hombre violento sino como
un “infeliz confundido en un juego del gato y el ratón”, Tony
siente un escalofrío, resultado de sus fuertes sentimientos
encontrados: por un lado, “su desagradable responsabilidad por
haber llevado a ese hombre hasta allí, que ahora tendría que
afrontar”; por otro, “el enorme placer que le producía estar
acercándose al fondo del asunto” (Wright 1993:210). Va a continuar
oscilando entre una posición y otra prácticamente hasta el final
del libro. Cuando, haciendo un notable esfuerzo, le dice a Ray:
“Usted mató a mi esposa y a mi hija”, la voz le tiembla “como
si mintiera”; pero al sospechar que Ray puede estar disfrutando al
oír su historia, su voz se hace más fuerte y “convierte la
humillación en venganza” (Wright 1993:212). Al llevar a Ray a la
caravana donde cometió los crímenes, Tony es “cada vez más
consciente del poder que había adquirido para hacer lo que le
pareciese” (Wright 1993:221). Es allí donde da rienda suelta a su
ira por primera vez y propina un puñetazo a Ray antes de que los
policías puedan evitarlo. El teniente Andes le dice: “No ha estado
mal. […] No pensaba que fuera capaz” (Wright 1993:223).
Más
adelante, Bobby Andes vuelve a llamar a Tony para que se reúna con
él. Lleno de ira e impotencia, le explica que el fiscal ha dejado
libre a Ray. Y por primera vez, le plantea la idea de la venganza al
decirle: “La cuestión es lo resuelto que está usted a ocuparse de
que se haga justicia” (Wright 1993:210). Tony no puede, o no
quiere, aceptar una justicia aplicada ilegalmente, a modo personal,
pero se deja convencer por Andes cuando este le dice que solo va a
llevarse a Ray a su cabaña para intentar arrancarle una confesión.
Una vez allí, y al comprobar que el teniente se dispone a torturar a
Ray, Tony se siente sumamente violento e indeciso, y
Michael Shannon en el papel de Bobby Andes |
“La posibilidad de que Bobby hubiera renunciado realmente a una
solución legal, de que estuviese intentando aplicar sus propios
métodos, fue como un golpe para Tony y lo obligó a preguntarse qué
hacer. ¿Debía interponerse? Jamás en su vida se había interpuesto
ante nada” (Wright 1993:311).
En
el fondo, Tony espera que el teniente se vengue por él, haciéndole
el trabajo sucio. O al menos, una parte de él lo espera. La primera
vez que se le presenta la necesidad de disparar a Ray, no es capaz de
hacerlo, y consecuentemente lo deja escapar. Al Andes preguntarle por
qué no ha disparado, él, a su pesar, piensa: “Esa es su tarea”
(Wright 1993:315). Y cuando al poco rato Andes le repite la pregunta,
la rabia que Tony siente queda anulada “por la vergüenza de no
saber qué se había esperado que hiciese” (Wright 1993:317). Por
un lado, experimenta el impulso de rebelarse contra el teniente; por
otro, tiene miedo de que Andes lo desprecie. Tiene un acceso de ira
hacia él por haberlo arrastrado a aquello, y lo asombra advertir “lo
mucho que Bobby Andes daba por sentado: que todos establecían la
misma relación entre dolor, pérdida y venganza. […] Que a nadie
le importaba ser cómplice de un asesinato para vengar otro
asesinato” (Wright 1993:331-332). Pero luego se siente avergonzado,
al recordar la deuda que tiene con él. Sus sentimientos ambivalentes
para con el teniente son los mismos que tiene ante la idea de la
venganza misma.
Andes,
en cualquier caso, puede actuar como catalizador, pero la decisión,
y la responsabilidad última, compete a Tony. Tras la huida de Ray,
Andes y él se dividen para buscarlo y es Tony quien lo encuentra,
precisamente en la misma caravana donde se cometieron las violaciones
y los asesinatos de Laura y Helen. Ray, consciente de la falta de
predisposición de Tony a usar el arma, va a volver a marcharse
delante de sus narices. En ese instante, Tony se dice mentalmente.
“<<No puede estar ocurriendo de nuevo […]. Ahora tengo
decisión, soy diferente>>” (Wright 1993:338). Una vez ha
logrado imponerse lo suficiente como para que Ray abandone sus
intenciones de irse, Tony reconoce de pronto “el placer de tener un
arma en la mano”. Pero es igualmente consciente de que el poder que
ello le otorga es engañoso, ya que debe “ser respaldado por su
voluntad de utilizarla” (Wright 1993:341). Y tratando de proteger
su placer, se da cuenta de que
“ese orgasmo de poder se basaba en una suposición que Tony no
había hecho: a saber, que iba a matar a Ray Marcus. Pero existía
asimismo la cautivadora idea, cuyo origen ignoraba, de que ahora era
libre de hacerlo. La sensación de que tenía el derecho de hacerlo,
de que este le había sido otorgado. O incluso el deber, que
prestigiaba ese derecho y lo convertía en una orgía” (Wright
1993:342).
Es
justo en ese momento, precisamente, cuando Ray le reconoce que mata
por placer, y que asesinar a Laura y a Helen le resultó divertido.
Le sugiere que debería probar a matar a alguien y le dice que él no
es distinto de los demás. Tony llega entonces a una conclusión
inversa a la alcanzado por Walter en The Tiger among Us y por
Curt en Buitres. A saber, que Ray y él son distintos.
“Una luz cegadora que iluminó claramente la diferencia entre él y
Ray. Qué sencillo era. Ray estaba equivocado, Tony no era como todo
el mundo, sino que pertenecía a una especie diferente que un salvaje
como él desconocía por completo. No era que Tony fuese indiferente
a las alegrías que proporcionaba matar o que estas lo inhibiesen,
sino que sabía demasiado, tenía demasiada imaginación para ser
capaz de experimentar semejante placer. No se trataba de que no
hubiera madurado lo suficiente para apreciar tales alegrías, sino
que, como parte natural del proceso de madurez, había ido
haciéndolas a un lado a través de un procedimiento civilizador que
a Ray le habría resultado incomprensible: lo habían adiestrado y
cultivado para que su noción de alegría fuese por completo ajena a
la de matar, y era esa ausencia de comprensión lo que hacía que
ahora Tony sintiese un desprecio feroz y vengativo. Ello le hizo
experimentar una sensación de claridad allí donde hasta entonces
había habido oscuridad e incertidumbre. Lo invadió una extraña
confianza en sí mismo” (Wright 1993:343-344).
Dicha
revelación lo legitima y justifica ante sí mismo. Pero queda una
duda, una insinuación dejada caer por Wright (o por Edward) acerca
de los auténticos motivos de Tony para desear y ejecutar finalmente
su venganza. En el momento en que Ray, confiado otra vez de que Tony
no será capaz de apretar el gatillo, vuelve a dirigirse hacia la
salida de la caravana, Tony, notando que su valor y determinación lo
abandonan de nuevo, dispara el arma no pensando en su mujer y en su
hija, sino en “en el fracaso y la humillación para el resto de su
vida” (Wright 1993:345).
Más
tarde, agonizante y privado de visión después de que Ray haya
conseguido herirlo antes de morir, tratará de hacer revivir su odio
y sed de venganza, pero estos le parecerán
“sentimientos remotos, extintos, carentes ya de cualquier interés.
Recordó cómo había alardeado Ray acerca del placer de matar y
también de su propia e imaginaria superioridad, y se preguntó si
Ray lo había dejado ciego para que pagase por ese sentimiento de
superioridad” (Wright 1993:351).
Un
sentimiento de superioridad unido a su “ego y su vanidad, el solaz
que le proporcionaban su nombre y su título” (Wright 1993:352).
Esa
misma idea subyacente en la autorreflexión de Tony, la de que su
razón última para cometer un acto de venganza radicaba en su
vanidad, en la necesidad de proteger un ego amenazado, había sido
también apuntada por Brian Garfield en su novela Death Wish,
donde había llevado a su personaje protagonista, el contable Paul
Benjamin, hasta extremos de psicopatía y megalomanía.
4-
Death Wish. Abrazando al tigre.
Argumentalmente,
Death Wish se distingue de las otras tres novelas aquí
comentadas en algo fundamental. Los perpetradores de la agresión
que ha de trastornar al protagonista no aparecen en ningún momento
por las páginas del libro. La esposa y la hija de Paul Benjamin son
atacadas en su hogar por unos criminales anónimos que las violan y
golpean, dejando a la madre muerta. A partir de entonces, la
percepción que tiene Paul del mundo que lo rodea va a cambiar
radicalmente.
El
libro de Garfield entronca con una corriente de novelas y películas
aparecidas en las décadas de los 60 y 70 que reflexionan acerca del
sentimiento de alienación sufrido por el individuo inmerso en la
vorágine de la ciudad moderna. Paul, que al comienzo del libro se
presenta como un ciudadano de Nueva York defensor de la vida en la
gran urbe, se va a dar cuenta de que ha vivido a espaldas a las
crudas realidades que la habitan. “Había pasado toda su vida en la
capital del pecado […], y no había presenciado nunca ni
actos inmorales, ni depravaciones, ni siquiera escenas de violencia”
(Garfield 1972:53). Y va a comenzar a ver las calles de su ciudad de
manera muy distinta, “tomando conciencia por primera vez de muchas
cosas a las cuales, durante años, no había hecho caso: la suciedad,
las caras anónimas de la gente que caminaba con prisa, las chicas
flacas y descarnadas que se protegían del sol” (Garfield 1972:55).
El
cambio experimentado en su manera de juzgar a la gente que lo rodea
va a comportar necesariamente una transformación ideológica. Paul
trabaja para una empresa importante y ha pertenecido siempre a una
burguesía alta liberal y defensora de los derechos civiles. Pero
tras el trauma sufrido, se da cuenta de que, si antes hubiese pensado
en ofrecer alternativas saludables a los jóvenes drogodependientes,
ahora piensa en exterminarlos, y “estos eran pensamientos insólitos
que lo hacían sentir a disgusto, pero ya habían comenzado a
llenarle la mente, sin dejar sitio para otras cosas” (Garfield
1972:75).
En
este sentido, Death Wish acusa mucho más que las dos novelas
anteriores su condición de obra de tesis, con largos diálogos en
torno a la eficacia o ineficacia de un sistema consciente de los
condicionamientos sociales del crimen y a la supuesta legitimidad de
la justicia ciudadana. Paul tiene en su yerno Jack, joven abogado
idealista, un contrapunto contra el que reaccionar. Al este sugerir
que los agresores debían de actuar bajo los efectos de las drogas,
él le espeta: “¿Esa es la línea de defensa que adoptarías con
ellos? No eran conscientes de lo que hacían, ¿eh?” (Garfield
1972:38). Y más adelante: “¿Crees de verdad que esas carroñas
merecen todas estas complicadas y sutiles argumentaciones de manual?
[…] Haría falta darles caza como a perros rabiosos” (Garfield
1972:39). Paul ya no puede mantener sus viejas convicciones de
ciudadano progresista y bienpensante. “Después de todo lo que
había pasado, la forma y el color del mundo habían mutado por
completo” (Garfield 1972:71). Una amiga suya, durante una cena,
pondrá el dedo en la llaga al oírle despotricar contra los
liberales que según él piden mejores condiciones para los
desfavorecidos con el único objeto de sentirse menos culpables: “Me
parece que estamos asistiendo a la transformación de Paul en un
hombre de derechas” (Garfield 1972:71).
En
un pasaje crucial del libro, Paul viaja en el metro y observa a la
gente que llena el vagón. Entonces “hizo un rápido cálculo y
descubrió que de las cincuenta y ocho caras que podía ver, solo
siete pertenecían a personas que tenían derecho a sobrevivir”
(Garfield 1972:86). Y sigue:
“Bestias humanas, en su mayor parte: sobre sus rotros, en sus
cuerpos, se podía leer que no merecían vivir, que no tenían nada
que ofrecer más allá de la pestilente y prosaica existencia de sus
innobles caparazones vacíos. No habían leído jamás un libro, no
habían formulado jamás una frase inteligente, no habían observado
jamás abrirse una flor, apreciando el milagro. No sabían hacer otra
cosa más que obstaculizarse el camino los unos a los otros. Sus
vidas eran una interminable secuencia de rabia, frustración y
lamentaciones; no hacían más que quejarse, desde la cuna hasta el
ataúd. ¿Qué bien podían hacer a los demás? Mejor exterminarlos”
(Garfield 1972:88).
Charles Bronson interpreta a Paul (rebautizado como Paul Kersey en la adaptación al cine de 1974) |
Cuando
viaja a Arizona por motivos laborales, vuelve a plantearse las
contradicciones ideológicas que lo están acosando desde la
desgracia. Siente envidia de Willamson, el hombre con el que ha de
trabajar allí, porque puede viajar con una pistola en la guantera
del coche, y al mismo tiempo reflexiona:
“Eran todos de derechas […]. Paul no había olvidado su propio
desprecio por sus actitudes. […] Allí dejaban que los pobres se
arrastrasen y que los ricos se hiciesen más ricos. Apoyaban tu
derecho a morir, si no tenías el dinero suficiente para pagarte
carísimas curas de medicina privada.
[…]
Pero allí eran también unos duros auténticos de frente a los
criminales, y Paul ahora sabía que tenían razón” (Garfield
1972:108).
Pero
ante la incapacidad del cuerpo policial para encontrar a los asesinos
de su esposa, Paul no puede, como a él le gustaría, darles caza por
sus propios medios. En determinado momento, Brian Garfield, por boca
de Jack, el yerno, casi parece dar una replica a las novelas de
Brackett y de Gores. Cuando Paul alega que tiene que haber algo que
él pueda hacer, Jack le espeta: “¿Quieres decir recurrir a un
investigador privado? ¿O coger una pistola e ir a buscarlos por tu
cuenta? Esas son cosas que se ven solo en el cine, papá” (Garfield
1972:44). De hecho, Death Wish se adhiere más fielmente a las
limitaciones del mundo real en este sentido, y Paul ni contrata a un
detective capaz de seguir el rastro de los culpables ni se pone a
investigar por su cuenta llegando allá donde la policía no alcanza.
Jack también le advierte de que el caso probablemente quedará
irresuelto y de que él deberá continuar con su vida, pero esa es
una idea contra la cual Paul no puede dejar de rebelarse.
Obsesionado
con la defensa del ciudadano frente al crimen, no deja de reconocer
al mismo tiempo que los modelos de resistencia ofrecidos por la
cultura de masas son engañosos y no responden más que “a los
falsos mitos, relacionados con el macho, que el hombre moderno había
inventado para sentirse seguro respecto a la propia virilidad y a la
violencia del mundo en el que vivía” (Garfield 1972:53). Pero lo
cierto es que Paul va dejándose seducir por dichos mitos, y como él
mismo reconocerá más adelante, le será difícil explicar sus
propósitos “sin que parezca una frase sacada de algún western”
(Garfield 1972:104). Del mismo modo que Susan, cuando lee el capítulo
de Animales nocturnos en el que Andes sugiere a Tony lo que
ellos dos por su cuenta pueden hacer con Ray, piensa que “Tony
Hastings se encuetra con John Wayne” (Wright 1993:288).
Poco
a poco, la frustración y la rabia van llevando a Paul hacia la senda
del vigilantismo. Comienza con pequeños tanteos. Caminando por la
calle de noche, tras haber ido a un bar con la intención de ligar y
no haberse atrevido a hablar con una mujer, es asaltado por un
atracador. Al contraatacar él con un arma improvisada, logra que el
asaltante salga huyendo, lo que le produce una fuerte excitación,
una satisfacción violenta. Al regresar a su apartamento, se da
cuenta de que “no se había sentido tan bien desde… no conseguía
recordar desde cuando. […] Lo fulminó el pensamiento de que se
sentía relajado como si hubiese hecho el amor” (Garfield 1972:95).
Algo muy parecido a como se siente Tony en Animales nocturnos
después de haber dado un puñetazo a Ray: “Excitado y exultante:
su justa cólera satisfecha” (Wright 1993:223). La conexión entre
acción violenta y satisfacción erótica se da en ambas novelas, y
resulta significativo que tanto Paul como Tony consigan mantener su
primera relación sexual post-tragedia solo después de haber
ejecutado un primer acto de violencia física.
Para
Paul, las puertas se han abierto. Ha sufrido una revelación con
respecto a sí mismo que no puede obviar, una revelación
radicalmente opuesta a la que sufrían los protagonistas de The
Tiger among Us y Buitres al final de sus historias. Cuando
se acuesta con una mujer, a diferencia de lo que sucede con Tony,
ello lo hace sentir aún más solo y angustiado. Lo siguiente que
hace es decidirse a comprar por fin su ansiada pistola. Otro
catalizador lo supone la noticia de que el estado de su hija ha
empeorado y va a ser ingresada en un psiquiátrico.
Finalmente,
Paul camina por la calle esperando ser asaltado. Cuando un drogadicto
le sale al paso con un cuchillo y le pide el dinero, él saca su
pistola y le dispara tres veces. A partir de ese momento, comienza a
ver la ciudad como “una zona ocupada”, por la que caminar de
noche supone “emprender una misión de guerra tras las líneas
enemigas”. Y en semejante contexto, se ve a sí mismo como “el
primer miembro de la resistencia. El primer partisano del movimiento
clandestino” (Garfield 1972:138).
Su
megalomanía no puede sino ir en aumento. La justifica opinando que
alguien ha de vigilar la ciudad; y ya que los policías no lo hacen,
se dice: “Entonces, es tarea mía, ¿no?” (Garfield 1972:146).
Cuando los periódicos y la policía comienzan a hablar del
justiciero que está actuando en la ciudad y a definirlo como un
psicópata, él se resiste a verse como tal: “No era un psicópata.
El suyo no era un impulso incontrolable, no se veía obligado por un
cerebro enfermo a masacrar víctimas inocentes […]. Era solo por
culpa de una sociedad injusta si él se había situado fuera de las
normas…” (Garfield 1972:150-151).
Animado
por el favor de la opinión pública y por el hecho de que su ejemplo
haya favorecido que otros ciudadanos estén matando delincuentes,
Paul se crece. Continúa asesinando, siendo cada vez menos exigente a
la hora de escoger los crímenes a castigar. Prepara trampas para
atraer y matar a ladrones de coches, ya ni siquiera a atracadores que
puedan suponer un peligro para la integridad física de sus víctimas.
Al final del libro, asesina a un grupo de chicos que no hacían más
que lanzar trozos de ladrillo contra las ventanas del tren elevado.
Ya no hace diferenciación entre el crimen y la mera gamberrada.
La
ambigüedad moral y ética que pueda desprenderse de las páginas de
Death Wish no deja ninguna duda acerca de la postura de su
autor, contraria por completo a la idea de justicia personal como
derecho legítimo. A pesar de ello, la novela pudo verse en su
momento afectada por las feroces críticas lanzadas contra su
adaptación al cine, dirigida por Michael Winner en 1974, que
tachaban a la película de basura fascista y la acusaban de hacer una
apología descarada del vigilantismo. Parece que fue su decepción
para con el film y la necesidad de defenderse lo que llevo a Brian
Garfield a publicar en 1975 una innecesaria secuela titulada Death
Sentence, la cual parecía escrita expresamente para dejar claro
su posicionamiento, ya sin ironías ni posibles dobles lecturas (1).
En cualquier caso, la polémica suscitada por la película favoreció
tanto el que se convirtiese en un éxito como el que generase todo un
subgénero que durante al menos dos décadas llenaría las pantallas
de cine de ciudadanos comunes transformados en justicieros (2).
5-
Susan y Tony.
Precisamente
el tema ideológico, y la posibilidad de que un relato de este tipo
pueda influir en la manera de pensar del receptor, es uno de los que
se plantea Susan al adentrarse en el terreno tortuoso de Animales
nocturnos. Al empatizar con Tony, la victima, y desear que los
culpables reciban su castigo, Susan expresa la misma reserva que
tiene mucha gente ante las historias de venganza: “Espera no estar
siendo manipulada para que asuma una ideología que no aprueba”
(Wright 1993:204). Pero este es solo un mínimo ejemplo del modo en
que el manuscrito de Edward la está afectando, ya que su lectura
está destinada, como se señalaba al principio de este artículo, a
suscitar en ella cambios mucho más profundos.
De
partida, el relato ya le provoca los sentimientos encontrados que
podría provocar en cualquier lector, y la lleva a interrogarse
acerca del modo en que su satisfacción se alimenta del sufrimiento
de Tony, “hasta qué punto el placer de ella depende de la
desventura de él. Susan tiene cierta noción de que el dolor que la
escena revela, encarnado en Tony, es en realidad el suyo, lo cual
resulta alarmante” (Wright 1993:98). El sentimiento de
identificación con Tony irá aumentando, como es lógico, a media
que avancen las páginas. Y llegará un momento en que Susan
comenzará a compararse con él, a buscar similitudes entre los
conflictos, tan distintos, de sus respectivas existencias. Se
preguntará:
Amy Adams en el papel de Susan Morrow |
“¿Qué clase de novela producirían los problemas de Susan? Los de
Tony son terribles, pero los de ella son reales, mientras que los de
él son imaginarios, inventados por alguien: por Edward. Son asimismo
cuestiones de vida y de muerte, más simples, directas y desnudas, en
contraste con las suyas, que son ordinarias, confusas y menores,
complicadas por la incertidumbre respecto a si alcanzarán siquiera
la categoría de problemas” (Wright 1993:146).
Al
tiempo que Tony acusa los primeros síntomas de furia vengativa,
Susan experimenta el primer paso inconsciente hacia la revuelta
contra una paz cotidiana que, como se irá dando cuenta, depende de
su sometimiento. Al llamarla su marido Arnold para anunciar que
quizás obtenga un puesto de trabajo en Washington y se hayan de
mudar, ella no protesta, pero más tarde se da cuenta de que “Había
algo más en la llamada. Un mal momento, una pregunta de ella que no
era adecuada respuesta al triunfo de su marido” (Wright 1993:156).
Conforme la novela se va acercando a su climax, a Susan “le
gustaría disfrutar de una buena explosión de ira literaria”
(Wright 1993:214). Cuando Tony golpea a Ray, siente como si el
puñetazo se lo hubiese dado ella misma, y se pregunta contra quien
está dirigiendo realmente su furia. En su mente, la televisión que
ve su hija con un amigo en el cuarto de al lado, la mudanza a
Washington que tendrán que hacer si Arnold acepta el empleo “y el
puñetazo que le ha dado a Ray están mezclados […], como si lo que
quisiera aplastar fuese el televisor” (Wright 1993:224).
Al
mismo tiempo, no ha dejado de identificar a Tony con Edward y de
rememorar detalles de su vida con él. La ambición de Edward de ser
escritor y su entrega total a la escritura fue la principal causa de
que ella se distanciase de él. En opinión de Susan “la escritura
parecía una infección de su ego contraída en alguna parte y que le
impedía crecer” (Wright 1993:242). Algo semejante al modo en que
la rabia y el sentimiento de agravio impiden a Tony continuar con su
vida sintiéndose un hombre completo. Conforme avanzan ambas novelas,
Tres noches y Animales nocturnos, se hace más y más
evidente que Edward ha volcado en la segunda muchos de sus conflictos
personales y que hay una intención oculta en el haberle enviado el
manuscrito a Susan que va más allá de la mera demanda de opinión
crítica. A partir de ahí, la relación entre escritura y venganza
se revela como uno de los pilares que sostienen la narración.
Susan
inconscientemente comienza a percibirlo, y de manera instintiva
“desconfía de la novela de Edward. No sabe por qué. Le suscita
cierta alarma, un miedo cuyo motivo desconoce, pero que parece
diferente del miedo descrito en la propia historia, y que está de
algún modo relacionado con ella misma. Susan piensa: si Edward se
propone –a través de Tony o de alguna otra forma– sacudir la fe
de ella en su propia vida, pues… resistirá, eso es todo.
Sencillamente, resistirá. Hay cosas que una simple novela no puede
cambiar” (Wright 1993:253).
Pero
en buena medida, el plan de Edward ya ha empezado a funcionar, desde
el momento en que a Susan “Que Edward haya escrito todo eso la hace
sentir avergonzada” (Wright 1993:258). Es evidente también que
algo en el libro está conectando con su vida íntima y sembrando en
ella un elemento incómodo, intrusivo. En cierto modo, la renuncia de
Susan a sentir celos (su marido mantuvo una aventura con una
recepcionista y pueda que la siga manteniendo) se parece a la
renuncia, o incapacidad, de Tony a experimentar auténtica ira, a
dejarse dominar por el deseo de vengar a su mujer e hija. Ella misma
ve la semejanza entre el mundo de Tony y el suyo, “excepto por la
violencia, que paradójicamente lo hace muy diferente”, y se
pregunta: “¿Qué obtengo a cambio de que me hagan ser testigo de
semejante mala suerte? […] ¿Magnifica esta novela la diferencia
entre la vida de Tony y la mía, o nos aproxima? ¿Me amenaza o me
apacigua?” (Wright 1993:265). El triunfo de Edward sobre Susan
radica en parte en el haber conseguido que el Tony personaje, siendo
una proyección del Edward autor, se termine transformando asimismo
en una proyección de la Susan lectora, sin que ella lo pretenda,
alterando su visión de sí misma y su vida doméstica.
Ella
tiene dudas acerca de dicha identificación con Tony. Desconfía de
que sea mérito de Edward, y antes de alabarlo se contiene “por si
en esa imagen fugaz de Tony el blandengue hay un reflejo magnificado
de ella misma” (Wright 1993:370). Por otro lado, cuando llega al
final del libro y lee el pasaje en el que Ray ha dejado ciego a Tony,
Susan recuerda cómo, en el pasado, Edward le reprochaba su
desconfianza en sus dotes como escritor y alegaba que era como si le
dejase ciego. Al caer en ese detalle, se da cuenta de que “Es obvio
que todavía está resentido. Veinticinco años después no ha
perdonado una ofensa equivalente a la ceguera: la novela es su
venganza” (Wright 1993:373).
Susan
ha descubierto finalmente el propósito de Edward, lo que podría
haber anulado el efecto de Animales nocturnos sobre ella. Pero
no obstante, “parece haber ocurrido algo capaz de cambiarlo todo si
no se comporta con cautela. Lo ha vislumbrado a través de Tony, a
través de Edward” (Wright 1993:378). La novela ha logrado que se
vea con más claridad. E incluso, en último término (algo que
Edward seguramente no pretendía en absoluto), ha logrado que se haga
más fuerte, menos sumisa.
Después
de intentar quedar con Edward para comentarle la novela cara a cara,
como él le había dicho que harían, y de no recibir respuesta ni
mensaje de este, Susan aún trata de justificar su actitud despectiva
y le escribe una larga carta con sus comentarios. Sin embargo, en un
acto de autodeterminación, decide romperla en el último momento y
enviar en su lugar una breve nota diciéndole que ha leído el libro
y que si quiere conocer su opinión tendrá que ponerse en contacto
con ella.
El
final de Tres noches encierra además una sutil e irónica
vuelta de tuerca: Animales nocturnos, la novela que Edward ha
escrito para castigar a Susan, puede convertirse en un instrumento
con el que ella castigue a Arnold, su marido, a quien la piensa hacer
leer. La cadena de venganzas continúa.
Notas:
(1)
Algo que curiosamente también harían, solo que explicitando su
discurso hacia el otro extremo, el del panfletarismo reaccionario,
las secuelas del filme de Winner.
(2)
El subgénero fue especialmente popular en Italia, donde dentro del
cinema poliziesco, tan prolífico en esos años, surgieron
varios filmes que explotaban la temática en cuestión, caso de Il
cittadino si ribella (1974), de Enzo G. Castellari (película que
guarda muchas similitudes argumentales con The Tiger among Us),
o L’uomo della strada fa giustizia (1975), del recientemente
fallecido Umberto Lenzi. Dentro de esta línea, pero fuera del ámbito
del cine estrictamente de género, conviene mencionar dos películas
injustamente olvidadas y dignas de estudio: Un borghese piccolo
piccolo (1977), de Mario Monicelli, e Il giocattolo,
(1979), de Giuliano Montaldo.
Bibliografía:
WRIGHT,
Austin, Tres noches. 1993. Traducción: Héctor Silva.
Barcelona. Ediciones Salamandra, 2012
BRACKETT,
Leigh, The Tiger among Us.
1957. London. T. V. Boardman & Co. LTD., 1958
GORES,
Joseph N., Buitres. 1969. Traducción: Cristina Macià.
Barcelona. Ediciones B, S.A.. 1989
GARFIELD,
Brian, Il giustiziere della notte.
1972. Traducción al italiano: Stefano Benvenuti. Milano.
Arnoldo Mondadori Editore. 1975
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