domingo, 5 de abril de 2020

Sébastien Japrisot. El policíaco de la modernidad.


1- De Rossi a Japrisot.

Las tres novelas que Sébastien Japrisot publicó en la década de los 60 supusieron una de las aportaciones más personales e innovadoras de la narrativa francesa al policíaco. Su trabajo experimentaba con la forma y los mecanismos específicos del género de una manera que conectaba en muchos aspectos con los intereses y la emergente sensibilidad de la que sería recordada como una de las etapas más convulsas, social y culturalmente hablando, del pasado siglo. Consciente o inconscientemente, mediante el uso de técnicas como la fragmentación y la multiplicidad de los puntos de vista, y la elaboración de un discurso en torno a lo inaprensible de la propia identidad, Japrisot desarrolló una obra que compartía algunos de los planteamientos de las teorías estructuralistas y de la nouveau roman, adaptados convincentemente al género, al tiempo que elaboraba un estilo y un universo temático marcadamente propio.
Nacido Jean-Baptiste Rossi el 4 de julio de 1931, en Marsella, el autor obtuvo un éxito prematuro a la edad de dieciocho años con su primera novela Les Mal-partis (1950), a la que seguiría el mismo año Visages de l’amour et de la haine. Durante el resto de la década de los 50, se dedicó a la traducción de autores anglosajones (J.D. Salinger, entre otros) y a trabajar en agencias de publicidad, llegando a dirigir campañas para Air France y Max Factor. Como su principal interés había sido siempre el de hacer cine, escribió y dirigió dos cortometrajes: La machine à parler d’amour (1961) y L’idée fixe (1962). Tras esta experiencia, se vio con problemas económicos, al deber una considerable suma de dinero en impuestos atrasados. Con la intención de ayudarlo a salir del apuro, su amigo Robert Kanters, que entonces dirigía la colección Crime-club de la editorial Denoël, le pagó un buen adelanto para que escribiese una novela policíaca. Fue entonces cuando Rossi decidió utilizar un anagrama de su auténtico nombre, convirtiéndose en Sébastien Japrisot.


2- El tren de la muerte.

El primer libro que Japrisot aportó a Crime-club fue El tren de la muerte (Compartiment teuers, 1962). De los tres que nos ocupan, El tren de la muerte es el que más se ajusta a los cánones del relato policíaco tradicional, con un crimen cometido previamente al inicio de la narración y una investigación que trata de reconstruir los hechos que condujeron al mismo. La novela comienza con el descubrimiento por parte del encargado de revisar los trenes en la parisina estación de Lyon del cadáver de una mujer, Georgette Thomas, en uno de los compartimientos de seis literas del tren que acaba de llegar de Marsella. Para el inspector Grazzi, el primer paso consiste en localizar a los cinco viajeros que pasaron la noche en el compartimiento con la victima. Labor que se verá complicada cuando estos comiencen a su vez a ser asesinados metódicamente por alguien que presenta todos los indicios de ser un pistolero profesional.
La novela sin embargo se aparta de algunos de los modos típicos del género y presenta ya algunas de las constantes que van a caracterizar la obra de Japrisot. A saber, el rechazo por la linealidad de la narración y el uso de la polifonía. En lugar de seguir a Grazzi paso a paso en su investigación, como hubiese hecho un escritor más ajustado al modelo clásico, Japrisot divide la novela en segmentos que corresponden a cada uno de los seis pasajeros que han viajado en el compartimiento –si bien algunos de ellos apenas llegan a aparecer por las páginas–, y va y viene constantemente del desarrollo de las pesquisas del inspector a los personajes secundarios que aportan con sus recuerdos de la noche pasada en el tren nuevas piezas al puzzle de la trama. Si bien en El tren de la muerte Japrisot mantiene todavía la tercera persona como única voz narrativa, su alternante focalización en los distintos personajes introduce ya lo que Martin Hurcombe describía como un “complejo principio estructural basado en el intercambio dialógico y sus resultantes tensiones y oposiciones” (Hurcombe 2009:35), en busca de esa misma polifonía a la que Mikhail Bakhtin aludía al hablar de Dostoievsky: “Una pluralidad de voces de conciencia independientes y separadas” (citado en Hurcombe 2009:35).
Adaptación dirigida por Costa-Gavras en 1965 

El punto fuerte de la novela está precisamente en esa estructura fragmentada, así como en el magnífico análisis de caracteres (influencia quizás de su admirado Simenon), para lo cual el autor se vale de un uso extremadamente hábil del estilo indirecto libre. Con el personaje de René Cabourg, por ejemplo, el primero de los pasajeros del compartimiento en ser retratado, Japrisot delinea un modelo que va a aparecer repetidamente en sus obras: el del individuo gris, retraído e inseguro, sexual y sentimentalmente insatisfecho, que se siente incapaz de encarar la vida como el resto de la gente. Nos enteramos de que Cabourg fue increpado por Georgette Thomas en el tren tras ponerle él la mano en el hombro en un torpe intento de seducción, lo que podría convertirlo en un sospechoso para la policía. La variedad de modos empleados por la voz narrativa alcanza niveles de brillantez estilística en pasajes como el del asesinato de Cabourg. Aquí, Japrisot entremezcla dentro de las mismas oraciones el relato objetivo de lo que sucede después de que Cabourg haya recibido el disparo fatal en un baño público con el flujo de conciencia del personaje, que se mueve hacia delante y hacia atrás, hacia lo que pretende explicar al inspector Grazzi a la mañana siguiente y hacia el incómodo recuerdo de lo sucedido en el compartimiento:

 
Michel Piccoli como René Cabourg
“Cayó primero hacia delante, hacia el espejo colocado encima del lavamanos, y no comprendía por qué iba hacia su propia cara, sin dolor, pensando aún en lo que diría al día siguiente. Giró sobre sí mismo al doblarse sobre el lavamanos y su corbata se empapó con el agua que manaba. Pensaba que les diría a todos que sí, que cuando ella se había inclinado, él lo había hecho; no la había sobado ni había hecho ninguno de los gestos debidos; se había sumergido en una esperanza insensata, con la cabeza bajo el agua del grifo, de rodillas sobre las baldosas de los lavabos, y había puesto la mano sobre su hombro; sí, sobre el hombro, porque ella era la única persona que podía entender, Y Dios sabía que había entendido, la cabeza en el lavamanos. Se había vuelto con un movimiento seco de los hombros, como un boxeador que ve el fallo de la guardia del rival, quizás para burlarse de él […].
Resbaló lentamente del lavamanos, su cabeza salía del agua con los ojos cerrados y se decía que sí, que mi mano estaba sobre su hombro así; y se preguntaba qué era lo que había en su cara que la mujer no pudo soportar. Antes de hallar respuesta, había quedado tendido boca abajo sobre las baldosas y había muerto” (Japrisot 1962:17).

Catherine Allégret en el papel de Bambi

Otro personaje importante del libro es el de Benjamin Bombat, llamada Bambi, quien ha subido al tren en Aviñón para ocupar la litera opuesta a la de la víctima. Ingenua chica de provincias que se dirige a comenzar una nueva vida en París, Bambi representa en cierto sentido el primer borrador de lo que serán las protagonistas de las dos novelas posteriores, un tipo de heroína que tiene su origen en la fijación de Japrisot con la obra de Lewis Carroll Alicia en el país de las maravillas (Alice’s Adventures in Wonderland, 1865) (1); esto es, el de la joven insegura y confundida, inclinada a avergonzarse por todo, aparentemente indefensa, que se siente, en un principio, impotente y desbordada por las extrañas circunstancias en las que se ha visto envuelta sin pretenderlo. Incluso en el apartado de la trama que le corresponde aparece ya, si bien de manera más anecdótica, el tema de la confusión de identidades, que habrá de convertirse en el motor principal de la narración tanto en Trampa para cenicienta (Piège pour Cendrillon, 1963) como en La mujer del coche con gafas y un fusil (La Dame dans l’auto avec des lunetas et un fusil, 1966).
Pero El tren de la muerte todavía no otorga a Bambi el dominio sobre la historia que sí tendrán sus sucesoras, y quien finalmente termina desentrañando el misterio de los asesinatos, más que el inspector Grazzi, resulta ser Bébé-Cadum, el adolescente de familia bien, huido de un colegio de Jesuitas, que viaja sin billete y a quien Bambi conoce accidentalmente en el tren y permite pasar la noche en la única litera libre del compartimiento. La conclusión de la trama resulta bastante forzada y es con diferencia el elemento más débil del libro. Por un lado, por el hecho precisamente de que el responsable de resolver el enigma no aparezca hasta el último tercio. Y por otro, porque tanto los motivos que llevan a Bébé-Cadum a investigar por su cuenta como sus deducciones y explicaciones finales son de lo más rebuscados y rocambolescos (2). En todo caso, este punto flaco solo vendría a demostrar, como las obras posteriores confirmarían, el poco interés del autor en respetar la lógica de sus intrigas. Y si El tren de la muerte todavía se ve afectado negativamente por esta característica es quizás porque Japrisot aún no se había atrevido a desplazar el interés de la narración hacia otros aspectos que no fuesen el de la mera resolución del misterio.



3- Trampa para cenicienta.

“Éranse una vez, hace mucho tiempo, tres niñas: la primera, Mi, la segunda, Do, la tercera, La. Tenían una madrina que olía bien, que nunca las regañaba cuando hacían travesuras y a quien llamaban madrina Midola” (Japrisot 1963:7).


Con este tono de cuento infantil comienza Trampa para cenicienta. Pronto sabemos que La murió en seguida y que la madrina Midola siempre se mostró mucho más afectuosa con Mi, la guapa, que con Do, la lista. Mi, Michèle Isola, era rica y tuvo éxito en la vida, mientras que Do, Domeica Loï, era de origen humilde y tuvo una adolescencia estancada y gris, envidiando y añorando a la amiga de la que se había separado a la edad de ocho o nueve años. Al terminar el capítulo introductorio del libro, Do, que “tiene veinte años, igual que la princesita de cabellos largos de las fotos de revistas [Mi], recibe todos los años, por navidad, unos escarpines cosidos en Florencia. Por ello es, quizá, por lo que se imagina ser la cenicienta” (Japrisot 1963:10).
Después de que en esta primera parte, titulada “Yo habré asesinado”, un narrador omnisciente nos informe breve y sugestivamente de todo esto, en la parte que viene a continuación, “Yo asesiné”, la primera persona  nos introduce de golpe en la mente de la protagonista, una joven que despierta en el hospital después de haber sufrido un trágico accidente:

“De pronto, un gran fogonazo de luz blanca que penetra en mis ojos. Alguien se inclina sobre mí, una voz me atraviesa la cabeza y oigo gritos que repercuten en lejanos corredores, pero sé que son los míos. Aspiro oscuridad por la boca; una oscuridad poblada de rostros desconocidos, de murmullos” (Japrisot 1963:13).

La casa en la que se hallaba se incendió a causa de una explosión de gas y ella, envuelta en llamas, cayó al pie de las escaleras tratando de llegar a la piscina de fuera. Otra chica no tuvo tanta suerte y murió víctima del fuego. Aparte de todo el daño físico sufrido por las quemaduras y los golpes, la joven ha de enfrentar el problema de haber perdido la memoria. Tanto el médico que la atiende en su rehabilitación como la mujer llamada Jeanne que acude a los pocos días para hacerse cargo de ella, le informan de que su nombre es Michèle Isola, llamada Micky, o Mi, de que tiene veinte años y de que nació en Niza, donde todavía vive su padre.
Pero la joven que ahora tiene un nuevo rostro reconstruido por la cirugía plástica, y que parece comenzar a formarse una idea de su personalidad, no termina de sentirse identificada con esa Mi que se esfuerzan en describirle. Ante las fotografías que le muestran para ayudarle a recordar, siente que “contemplaba por vigésima vez una persona que había sido yo y que me gustaba ya menos que la joven con el pelo corto que podía ver a los pies de la cama” (Japrisot 1963:32). Por su parte, el doctor le advierte acerca de los peligros de crearse una nueva historia ficticia antes de esforzarse en recuperar la real. Sin embargo, ella no puede evitar pensar que

Adaptación de André Cayatte (1965)

“Desde que tenía rostro, los quince años borrados me preocupaban menos. No me quedaba de ellos más que un dolor soportable en la nuca y un peso en la cabeza, y esto también desaparecería. Cuando me miraba en el espejo, era yo: tenía ojitos de bonzo y una vida que me esperaba afuera. Era feliz, me gustaba a mí misma. ¡Tanto peor para «la otra», puesto que yo era esta!” (Japrisot 1963:38).

Después de salir del hospital, la joven va a vivir a un piso con Jeanne, la cual trabajaba para su tía, Midola, cuyo auténtico nombre era Sandra Raffermi. Nos enteramos de que la tía de Mi ha muerto recientemente y de que Mi va a heredar sus fábricas. Jeanne, asimismo, también le habla de Do, Domeica Loï, la chica que murió en el incendio, a la que supuestamente Mi trató de salvar sin éxito. Le cuenta que, de niña, Do se había criado en la misma casa que Mi, en Niza, y que al parecer las dos se habían reencontrado el año anterior e incluso habían llegado a vivir juntas en casa de Mi.
Por mucho que Jeanne se esfuerce en ayudarla a recuperar su memoria, la supuesta Mi no puede evitar que la confusión la atormente y que sus dudas sean cada vez mayores, hasta llegar a un momento en que “un segundo antes de quedarme dormida, en esa zona de inconsciencia en que todo es absurdo y posible a la vez, […] se me ocurrió que yo solo era lo que Jeanne decía de mí, y que bastaba con que ella fuese una embustera para que yo fuese una mentira” (Japrisot 1963:53). En absoluto se siente identificada con la Mi caprichosa, malcriada y déspota que le retrata Jeanne. E incluso llega a replicarle: “No quisiera ser esa Mi que tú me pintas. No lo comprendo; no sé cómo lo sé, pero yo no soy así. ¿He podido cambiar tanto?” (Japrisot 1963:56).
Segunda adaptación al cine, realizada por
Iain Softley en 2013
Lo cierto es que la protagonista solo puede tener como referencia la versión que Jeanne le da de cómo es para formarse una idea de sí misma. En este sentido, como bien señalara Véronique Desdain, “Los personajes femeninos de Japrisot son […] particularmente aptos para ilustrar la idea de que la identidad es un constructo social” (Desdain 2009:50).
Sus dudas se tornan plausible hipótesis en el tercer capítulo, “Me parece que he asesinado”, cuando después de haber escapado al control de Jeanne para investigar por su cuenta, la protagonista acude a un hotel a pasar la noche y antes de dejar la recepción descubre que, de manera automática, sin pensar en lo que estaba haciendo, acaba de firmar en el registro como Loï Domenica Lella Marie. O sea, Do.
La posibilidad de que Mi no sea Mi está intrínsecamente ligada a la posibilidad de que el accidente sufrido no haya sido en realidad un accidente. Pero, ¿está tan claro como parece? ¿Puede ahora la protagonista creer a ciencia cierta que su identidad es la de Do?
El tema de la confusión de identidades contaba con un precedente dentro de la tradición del policíaco francés en la obra de la pareja de escritores Boileau-Narcejac, particularmente en su novela De entre los muertos (D’entre les morts, 1954). Pero si bien Japrisot hace uso de dicho referente, del mismo modo que recicla elementos de la novela gótica y de los cuentos clásicos infantiles, lo lleva más lejos y le aporta un significado distinto al establecer la duda no en un personaje externo que haya de desvelar si la protagonista es quien se supone que es, sino en la misma afectada, a la que se niega el derecho a verse definida como personalidad con entidad propia.
En el siguiente capítulo, “Yo asesinaré”, la novela vuelve a recuperar al narrador en tercera persona para ir atrás en el tiempo y relatar lo que Jeanne desvela a Mi/Do; esto es, lo sucedido a partir del reencuentro de las dos amigas. La alternancia de tiempos y de voces narrativas se sucederá para ir desentrañando la trama al tiempo que creando nuevas incertidumbres tanto en el lector como en la protagonista (3). En Trampa para cenicienta, el enigma de la identidad de Mi/Do termina siendo más importante que el descubrir qué sucedió realmente la noche del accidente que costó la vida a Mi o a Do. De nuevo en palabras de Desdain:

“El hecho de que la pregunta ‘¿Quién soy yo?’, y por lo tanto ‘¿Quién lo hizo?’, nunca sea contestada satisfactoriamente es suficiente para destacar que, si bien Japrisot utiliza el crimen como base de la narración, la resolución del mismo no es su principal objetivo. En este sentido, el efecto producido por el cambio de las voces narrativas y los elementos extradiegéticos lleva a una interrogación sobre la naturaleza de la identidad y la culpa, y sugiere que la primera es elusiva y la segunda una cuestión de percepción” (Desdain 2009:54-55).
(2-4-20)
 
Tuppence Middleton y Alexandra Roach en los papeles de Mi y Do


4- La mujer del coche, con gafas y un fusil.

Si entre la publicación de El tren de la muerte y Trampa para cenicienta solo había transcurrido un año, pasarían otros tres antes de la aparición de la siguiente novela de Japrisot. La mujer del coche, con gafas y un fúsil no solo es más larga que las anteriores, también es la novela más importante del autor –al menos dentro del periodo que nos ocupa–, la más personal y la que más atención merece. Y en ella, las técnicas con las que Japrisot ya había estado experimentando son reutilizadas, mejoradas y llevadas a un nivel superior de complejidad.
“Nunca he visto el mar” (Japrisot 1966:7) es la única frase del párrafo que abre la primera parte del libro, titulada “La mujer”. La frase se revelará particularmente significativa, ya que, como veremos más adelante, toda la angustiosa e increíble aventura en que la protagonista se va a ver envuelta a lo largo de la novela habrá en cierto modo tenido su origen en algo tan trivial como su voluntad de ver el mar, con toda la carga simbólica de búsqueda de libertad y autoconocimiento que se le quiera aplicar a este deseo. A partir de ahí, el capítulo continúa de forma parecida a como lo hacía el inicio de la segunda parte en Trampa para cenicienta, con la voz en primera persona de la protagonista narrando un momento traumático en tiempo presente, a la vez que nos recuerda al ya citado asesinato de René Cabourg en El tren de la muerte, ya que, aparte de que la escena también tiene lugar en un baño público, la narración fluctúa entre los hechos objetivos y la corriente de conciencia, entre el presente inmediato y el pasado reciente:


“El suelo, embaldosado de blanco y negro, ondula como el agua, a pocos centímetros de mis ojos.
Me siento morir.
Pero no estoy muerta.
Cuando se han abalanzado sobre mí –no estoy loca, alguien o algo se ha abalanzado sobre mí–, he pensado: nunca he visto el mar. Hacía horas que tenía miedo. Miedo de que me detuvieran, miedo de todo. Había inventado un montón de excusas idiotas y solo se me ha ocurrido la más idiota de todas: no me hagan daño, no soy mala, les aseguro que no soy mala, solo quería ver el mar.
También sé que he gritado, que he gritado con todas mis fuerzas, y que, sin embargo, mis alaridos no han salido de mi boca. Alguien me arrancaba del suelo, alguien me sofocaba” (Japrisot 1966:7).


El atacante a quién no llega a ver le fractura varios huesos de la mano, aplastándosela. Y ella pierde la consciencia, cayendo en “un pozo de luz deslumbrante que solo existe en la cabeza de uno. Y, a pesar de ello, se cae en el fondo” (Japrisot 1966:8). Igual que Alicia en Alicia en el país de las maravillas. Cuando despierta. La joven recuerda dónde está, en los aseos de una estación de servicio. Grita, y las personas que se hallan fuera entran a ayudarla. Mientras la llevan al despacho de la gasolinera, ella ve su coche estacionado y siente miedo de que la interroguen, de que descubran lo que oculta en su interior.
A continuación, la narradora pasa a resumirnos su vida y a explicarnos lo sucedido el día antes a que su pesadilla comenzase. Y descubrimos que ese tener miedo a que descubran lo que oculta no deja de ser también una constante en su manera de afrontar la vida.
Se hace llamar Dany Longo, aunque su auténtico nombre es Marie Virginia Longo. Se inventó el nombre de Danielle cuando era pequeña, lo que denota ya a un rechazo a su propia persona y un deseo de ser otra. Asegura tener “veintiséis años de edad, oficialmente, y once o doce de edad mental” (Japrisot 1966:16). La manera en que Dany se describe a sí misma está cargada de misantropía y autodesprecio: “Aborrezco a las gentes que han visto el mar, y detesto a los que no lo han visto, y me parece que detesto a todo el mundo. Hasta creo que me detesto a mí misma” (Japrisot 1966:15). Nació en un pequeño pueblo minero de Flandes. Hija de inmigrantes italianos, su padre murió accidentalmente tratando de robar mercancías de un vagón cuando ella tenía dos años, y su madre se suicidó al llegar la Liberación después de que le hubiesen afeitado la cabeza por colaboracionismo. Para entonces, Dany ya se hallaba en el internado de monjas en el que pasaría el resto de su infancia y adolescencia. Desde los veinte años, vive en París, donde trabaja como secretaria en una agencia de publicidad. Lleva una vida ordenada y asegura ser “libre, no tengo preocupaciones, y soy completamente desgraciada”. Consciente quizás de sonar autocompasiva, añade en su defensa: “es necesario que me queje. Antes de saber andar, sabía ya que, de no hacerlo yo, nadie lo haría por mí” (Japrisot 1966:18).
Adaptación de Anatole Litvak (1970)
La tarde en que ha de comenzar todo es la de un viernes 10 de julio. Debido a que el día 14 es festivo, los empleados de la agencia van a disfrutar de cuatro días libres. Todos los compañeros de trabajo de Dany tienen planes para esas mini-vacaciones, mientras que ella se siente “vieja, fuera de combate, triste, definitivamente vieja, miope y estúpida, y envidiosa como nunca” (Japrisot 1966:22). Antes de terminar la jornada, su jefe va a verla al despacho. Es el fundador de la agencia, se llama Michel Caravaille, y desde hace tres años está casado con una joven llamada Anita, de la que Dany había sido secretaria. Ambas chicas habían mantenido cierta amistad, y cuando Anita se casó con Caravaille, convenció a Dany para que pasase a desempeñar la labor que ella había estado realizando antes del matrimonio. Así pues, Dany ocupa el puesto de Anita; en sus propias palabras hace “poco más o menos lo que ella hacía, pero sin su talento, que era mucho, ni su afán de triunfar y, evidentemente, sin su sueldo”. Y a continuación, no puede evitar añadir: “Nunca vi a nadie que pusiera tanto empeño y egoísmo en ascender” (Japrisot 1966:25).
Aquí encontramos claramente repetido el modelo de la relación entre Do y Mi de Trampa para cenicienta. De hecho, Dany es en muchos aspectos una extensión, más desarrollada, del personaje de Do, u otro ejemplar –probablemente el más logrado y atractivo de todos– del tipo de heroína recurrente en la obra que Japrisot que, como ya comentamos, había comenzado a perfilarse en la Bambi de El tren de la muerte.
Cuando su jefe le pide que lo acompañe a su casa para cenar allí y terminar antes de acostarse las copias de unos informes que él debe llevarse urgentemente a Suiza a la mañana siguiente, una de las excusas que Dany se da para aceptar tal inusual encargo es la de volver a ver a Anita. La antipatía que le genera su arribista amiga esconde un oculto deseo de agradarla, de asemejarse a la que ve como figura dominante superando el carácter sumiso y vulnerable que tanto rechaza de su propia naturaleza, en último término, de intercambiarse por ella, como Do por Mi o Mi por Do. Dany solo llega a ver a Anita brevemente esa noche. Y al día siguiente, por la mañana, Caravaille le encarga una tarea aún más extraña. Alegando que se les ha hecho demasiado tarde para esperar un taxi, le pide que los acompañe al aeropuerto para luego volver a llevar a la casa el coche de Anita. Aunque molesta, Dany termina claudicando. Y una vez sola en la terminal, bloqueada ante el miedo que le provoca la mera idea de conducir el enorme Thunderbird norteamericano con cuyos mecanismos no está familiarizada, decide meterse en el bar del aeropuerto y pedir un vodka para calmarse. Los vodkas acaban siendo varios, y cuando Dany sale del bar y va a por el Thunderbird, la idea que tiene en la cabeza ya no es la de devolver el coche al garaje de casa de Anita, sino la de dirigirse al sur para ver el mar.
Su viaje pronto comienza a adquirir tintes insospechados cuando, en el primer pueblo por el que pasa, una mujer la llama desde la terraza de un café y al acercarse al coche a hablar con ella le dice que esa mañana Dany se ha olvidado el abrigo en su casa. Dany le contesta que se equivoca, que ella nunca ha estado allí, pero la mujer insiste; esa misma mañana, mientras arreglaban su coche, ha entrado en su establecimiento a tomar café, la mujer le ha servido y, después de marcharse ella, ha visto que se había dejado el abrigo en la silla. Dany arranca dejando atrás a la mujer, pero el incidente la ha intranquilizado. Al salir del pueblo, para en una estación de servicio para ir al baño. Alguien la ataca. La narración ha regresado a su punto de partida.
Da comienzo entonces la segunda parte: “El coche”. En un brusco cambio al que Japrisot ya nos tiene acostumbrados, la voz de Dany se abandona aquí por una tercera persona omnisciente que primero se va a centrar en el punto de vista del dueño de la gasolinera –quien no solo reconoce a Dany sino asegura ser el que ha reparado el Thunderbird unas horas antes–, para más adelante volver a Dany y después pasar a otros personajes secundarios que, o bien van a recordar también haberla visto, o bien van a cruzarse en su camino para alterar sus planes y hacer de su viaje un periplo aún más confuso y accidentado de lo que ya es.
Segunda adaptación al cine, dirigida por
Joann Sfar en 2015
La estratégica técnica empleada con el cambio de narrador, funciona a la perfección en la medida en que, lejos de alejarnos de Dany, lo que nos va a llevar a la larga es a identificarnos más con ella, ya que, al igual que ella, vamos a vernos progresivamente condicionados por el modo en que los demás la hayan o crean haberla visto. El viaje, exterior e interior, de Dany, es uno en el que, de nuevo, está en juego el concepto de la propia identidad y de hasta qué punto puede estar segura de sí misma y desconfiar de la versión que de ella le dan los otros. Cuando acude al hotel en el que según un agente de carreteras ha pasado la noche, descubre que en el registro aparece efectivamente su nombre, y al ella señalar que la letra con la que ha sido escrito no es la suya, los empleados le explican que tuvo que escribirlo el recepcionista, debido a que ella aseguraba ser zurda y su mano izquierda estaba vendada, igual que lo está ahora después de que alguien se la haya fracturado en la estación de servicio. Muy a su pesar, Dany comienza a dudar de todo. ¿Qué explicación puede hallar al hecho de que tanta gente esté convencida de haberla visto y haber interactuado con ella? Duda incluso de la propia realidad que en apariencia está viviendo, y se pregunta:

Freda Mavor en el papel de Dany
“¿Existe algo parecido a dar un paso tan banal como todos los pasos que uno da en la vida y, sin darse cuenta, franquear una frontera de la realidad, continuar siendo una misma, viva y completamente despierta, pero en el sueño nocturno de –pongamos– su vecina de dormitorio? ¿Y continuar caminando con la certeza de que una no saldrá de allí, de que una está prisionera de un mundo calcado en la verdad, pero totalmente inepto, un mundo monstruoso porque puede desvanecerse en cualquier instante en la cabeza de su compañera, y una con él?” (Japrisot 1966:102).

El sueño dentro del que le parece estar despierta se transforma en una pesadilla al comienzo de la tercera parte, “Las gafas” –de nuevo en primera persona–, cuando descubre que hay un cadáver en el maletero del Thunderbird. Poco después de dejar París, lo había abierto para dejar algo de ropa que había comprado, de modo que sabe, o cree saber, que el cadáver no estaba allí cuando ella cogió el coche.

Por supuesto, la idea de que pueda estar siendo víctima de un complot pasa por su cabeza. Pero ¿es posible que alguien haya involucrado a tanta gente? ¿Pueden quizás los Caravaille haberla hecho coger el coger, adivinando que no lo devolvería y sabiendo exactamente lo que haría con él y por dónde pasaría? Cualquier posible explicación se antoja del todo increíble. Más increíble todavía que la posibilidad de estar equivocada. Porque Dany, como el lector, llega en determinado momento a convencerse de que tiene que haber sido ella, de que todo lo que ella recuerda no ha sucedido y de que lo que realmente ha sucedido tiene que ser por fuerza lo que recuerdan los demás.
Tanto el sentimiento de alienación y pérdida de identidad como la paranoia de estar siendo víctima de una conspiración son temas muy conectados con el contexto sociocultural de la época en que se publicó la novela, algo que habría de aumentar hasta desembocar en el desencanto rayano en nihilismo de la década siguiente (4). En La mujer del coche, con gafas y un fúsil, la pérdida de identidad está unida a algo aún peor. Una vez hay un cadáver de por medio, el “no sé quién soy” conlleva “soy culpable”. Al reconocer que ya no puede confiar en su propia noción de sí misma, Dany

“está preparada para aceptar que podría ser responsable de un crimen que no recuerda haber cometido. Su autodesprecio […] la ha llevado a construirse una identidad basada en mentiras y distorsiones, dejándola abierta a la sospecha paranoide de que ya no tiene el control de sus varias ‘personalidades’. […] Irónicamente, es esta inestable/incierta identidad la que Dany debe reclamar  para establecer su inocencia y hacer que la aserción ‘es la otra la culpable’ se convierta en una realidad. […] De hecho, para Dany, descubrir ‘quién lo hizo’ la libera de una carga de culpa, quizás no solo por el asesinato, sino también por sus propias percibidas transgresiones” (Desdain 2009:54-53-54).

Porque a pesar de todas sus dudas, Dany va a seguir adelante en su búsqueda de una verdad sólida a la que poder agarrarse. Y en la última parte del parte del libro, “El fusil”, la voz narrativa corresponderá a otro personaje que le contará directamente a ella todo lo que ha sucedido antes y durante el relato y ella no ha podido ver ni intuir.
Por muchos motivos, La mujer del coche, con gafas y un fúsil es una novela magnífica y extremadamente rica en matices. La profusión de personajes que aparecen y desaparecen, los múltiples giros y lo desconcertante de la trama la convierten en una entretenidísima y absorbente novela de intriga, al tiempo que su controlada complejidad formal y la habilidad y maestría con la que se desarrolla el proceso íntimo de la protagonista le aportan un atractivo extra. A Japrisot se le debe también, especialmente por este libro, ser uno de los precursores de la introducción del elemento del absurdo en la novela policíaca francesa. Elemento que tan buenos resultados daría poco después al que sería figura fundamental del polar en la siguiente década: Jean-Patrick Manchette.



4- Cine y novelas posteriores.

La mujer del coche, con gafas y un fúsil ganó el Prix d’Honneur en Francia y el Crime Association Gold Dagger al mejor thriller publicado en Gran Bretaña de un autor extranjero en 1968. A continuación, Japrisot pasaría varios años dedicado a la escritura de guiones cinematográficos. Con un universo narrativo inconfundiblemente propio, su sello resulta del todo reconocible en películas como la interesante Adiós, amigo (Adieu, l’ami, 1968), de Jean Herman, y la maravillosa y sumamente peculiar El pasajero de la lluvia (Le passager de la pluie, 1970), de Réne Clément, donde una espléndida Marlène Jobert interpreta a Méloncolie Mau, una de sus ya típicas heroínas, digna sucesora de Mi/Do y de Dany Longo, de nuevo con Alicia en el país de las maravillas como admitido referente. Incluso conseguiría llevar el material de trabajo a su terreno personal al adaptar a David Goodis para su segunda colaboración con Réne Clément, Como liebre acosada (La course du lievre a travers les champs, 1972), notable film, injustamente olvidado, que fusionaba los argumentos de dos novelas del escritor de Filadelfia, Viernes negro (Black Friday, 1954)  y La víctima (Somebody’s done for, 1967).
En 1975 lograría dirigir él mismo Les Mal-partis, adaptación de su primer libro, y dos años después volvería a publicar una novela, L’Été meurtrier (1977). Pasaría casi otra década antes de que la siguiente, La pasión de las mujeres (La passion des femmes, 1986), llegase a las librerías. En 1988 escribió y dirigió su segunda y última película, Juillet en septembre, y tres años más tarde publicó la novela por la que probablemente es más recordado a día de hoy Largo domingo de noviazgo (Un long dimanche de fiançailles, 1991). Aún habría de escribir dos guiones de encargo más para el realizador Jean Beckar antes de morir en Vichy, el 4 de marzo de 2003, dejando incompleta una última novela, Là-haul les tambours.
Marlène Jobert en "El pasajero de la lluvia"
A pesar de la fama y el reconocimiento del que llegó a disfrutar, la obra de Japrisot no ha llegado a generar con el tiempo toda la atención crítica y académica que hubiese podido esperarse. En una entrevista incluida en una de las ediciones francesas de La mujer del coche, con gafas y un fúsil, el autor aludía a la ambigüedad de su situación, explicando que para los críticos de ficción criminal sus novelas eran demasiado literarias mientras que los críticos literarios encontraban su trabajo demasiado emocionante (5).
En cualquier caso, y como ha sucedido con tantos otros autores de valor y calidad innegables, es evidente que su obra habría sido tomada mucho más en serio si la mayor parte de ella no se hubiese integrado dentro de un género popular, con el automático descrédito al que eso la condenaba para gran parte de la crítica. En los años 60, época en la que Japrisot hizo su mayor aportación al género policíaco, una nueva sensibilidad cultural parecía abogar por suprimir la clásica distinción entre alta y baja cultura, y hasta Susan Sontag llegaba a escribir que dicha distinción “quitaría todo sentido a una comunidad de artistas […] carentes de todo interés por el arte como especie de periodismo moral. El arte, de todas formas, ha sido siempre algo más que eso” (Sontag 1965: 384). Sin embargo, sesenta años después, resulta obvio que la distinción sigue vigente, y que los viejos y deplorables elitismos tan intrínsecos al mundo literario continúan condicionando la manera en que la obra de muchos autores se lee, se interpreta y se valora.
 
Jean-Baptiste Rossi / Sébastien Japrisot

Notas:

(1) Según Wikipedia, Japrisot, en unas declaraciones un tanto dudosas, llegó a asegurar que no le gustaba leer demasiado, y que las únicas lecturas necesarias para escribir bien eran las de Alicia en el país de las maravillas y su secuela y algunos cuentos de Hemingway como Cincuenta de los grandes. También se declaraba admirador de G.K. Chesternon y Georges Simenon.
(2) Estos problemas serían en parte resueltos en la adaptación al cine escrita y dirigida por Costa-Gavras en 1965. El film Los raíles del crimen comienza de hecho con Bambi subiendo al tren y teniendo su primer encuentro con Bébé-Cadum, lo que ya les otorga desde el principio el coprotagonismo, e introduce dos elementos a modo de McGuffin que justifican más su involucración en la trama.
(3) Conviene dejar claro, de todas formas, que este uso de las distintas voces narrativas no era algo nuevo en el género, ya que varios escritores de novela negra norteamericana habían realizado experimentos parecidos en décadas anteriores. Un autor que se había caracterizado por alternar la tercera y la primera persona, por ejemplo, había sido Bill S. Ballinger, en novelas como Retrato de humo (Portrait in Smoke, 1950) y La mujer del pelirrojo (The Wife of the Red-Haired Man, 1957).
(4) Y antes incluso de la década de los 60. En concreto, el tema de la paranoia unida al sentimiento de alienación ha sido señalado como una de las constantes más habituales en gran parte de la narrativa popular norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial. Para conocer más acerca de esto, recomiendo el libro Pulp Culture. Hardboiled Fiction and the Cold War, de Woody Haut.
(5) Cita extraída de Wikipedia.


Bibliografía:

JAPRISOT, Sébastien, El tren de la muerte, 1962. Traducción: Fco. Javier Gispert Trías. Barcelona. Editorial Bruguera, S.A. 1981
JAPRISOT, Sébastien, Trampa para cenicienta, 1963. Traducción: Guillermo Lledo. Barcelona. Plaza & Janés, S.A., Editores. 1984
JAPRISOT, Sébastien, La mujer del coche, con gafas y un fusil, 1966. Traducción: José Mª Zaingui. Barcelona. Ediciones G.P. 1968
HURCOMBE, Martin, Conflicting Testimonies: Dialogic Oppositions in Japrisot’s Suspense Novels, en el libro: VVAA, Sébastien Japrisot: The Art of Crime, 2009. Rodopi Publishing Company, 2009
DESDAIN, Véronique, Sébastien et les femmes: Gender and Identity in the Crime Novels of Sébastien Japrisot, en el libro: VVAA, Sébastien Japrisot: The Art of Crime, 2009. Rodopi Publishing Company, 2009
SONTAG, Susan, Una cultura y la nueva sensibilidad, 1965, en el libro: Contra la interpretación, 1966. Traducción: Horacio Vázquez Rial. Barcelona. Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U. 2014


Enlaces de interés:


No hay comentarios:

Publicar un comentario