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Dos sencillas
líneas de diálogo, dichas por Harry Jordan y Helen Meredith la segunda noche
que salen a beber juntos, exponen con crudeza la esencia de ambos personajes,
al tiempo que definen la que va a ser su relación sentimental:
“–No soy más que un fracasado en la vida, Helen. ¿Eso tiene alguna
importancia para ti?
–No. Nada tiene importancia para mí” (Willeford 1955:18).
El día
anterior, ella ha entrado en la cafetería donde él trabajaba. Después de tomar
un café, le ha confesado que no tiene dinero; acaba de llegar a San Francisco,
tan borracha que no recuerda si lo ha hecho en tren o en autobús, y la maleta
con su monedero se debe de haber quedado en alguna parte. Harry justo acaba de
terminar su turno y está a punto de salir. Paga la consumición de Helen y la
invita a tomar una copa. Encuentran su maleta, aunque no su monedero, y a
continuación Harry se asegura de que la chica tome una habitación de hotel para
pasar la noche y no se gaste los pocos dólares que le ha podido prestar en más
bebida. Ya solo en la
calle, piensa que Helen
“Era la mujer más atractiva que había conocido en años. Había una
cualidad en ella que me atraía. El hecho de que fuese una alcohólica no
significaba nada para mí. En cierto modo, yo mismo era un alcohólico. No le
asustaba admitir que era una borracha, era bien consciente de ello, y no tenía
ninguna intención de dejar de beber” (Willeford 1955:8).
En cualquier
caso, poco después decide que “sería mejor mantenerse alejado de una mujer como
Helen” (Willeford 1955:8).

Pick-Up, publicada en 1955, fue la segunda
novela de Charles Willeford, quien la escribió un año antes de abandonar
definitivamente su carrera militar en el ejército de los Estados Unidos,
institución a la que había dedicado dos décadas de su vida –incluyendo su
participación en la Segunda Guerra Mundial como comandante de tanque– y que de
alguna forma habría de influir tanto en su visión del mundo como en su
escritura. Mucho más centradas en el estudio y análisis de sus
protagonistas-narradores que en el desarrollo de sus tramas, las novelas de
Willeford retrataban a menudo a sociópatas movidos por la necesidad de aliviar
sus insatisfacciones. Necesidad que les llevaba invariablemente a dañar a la
gente de su alrededor. Hablando acerca de cómo había creado dichos personajes,
el autor explicaría que “La mitad de los hombres con los que tratas en la
armada son psicópatas. Hay un parecido considerable entre la población militar
y la población carcelaria, así que conocí a un montón de tíos como el Junior de
Miami Blues y el Troy de Sideswipe” (Citado en Ritt 2013:313).

Pero Harry
Jordan, en concreto, está muy lejos de ser un triunfador. Su incapacidad para
manejarse con éxito en la vida queda patente desde las primeras páginas del
libro, y a simple vista resulta muy difícil verlo como a otro de los sociópatas
antes mencionados. Considerándose un fracasado, Harry ha renunciado
prácticamente a todo, incluido a tener una relación sana con una mujer, como él
mismo confiesa a Helen: “He tenido una suerte terrible con las mujeres […], y
durante los últimos dos años me he mantenido alejado de ellas. No quería volver
a pasar por todo eso, ya sabes, las riñas, los celos, agobios, ese tipo de
cosas” (Willeford 1955:16-17).
Pero donde
mejor se refleja el autoabandono de Harry es en su relación con la pintura. Al
ir a vivir con él, Helen encuentra una caja de óleos en la habitación y
descubre que Harry estudió y dio clases de pintura. Al preguntarle por ello, él
le explica:
“Te diré lo que pasa con la pintura, Helen. […] Era como una relación
amorosa. Solía pintar como un sustituto del amor. Todos los pintores lo hacen;
es su naturaleza. Cuando estás pintando, el dolor en tu estómago te lleva a un clímax
de puro sentimiento, y si eres mínimamente bueno, ese sentimiento se transmite
al lienzo. […] Eso es lo que la pintura significaba para mí. Y entonces se
convirtió en una relación amorosa fracasada, y rompimos. Ahora ya lo he
superado, tanto como puedo llegar a hacerlo. Y ciertamente, el mundo del arte
no ha sufrido por ello” (Willeford 1955:23).
Helen no queda
conforme y sigue interrogándole acerca de las razones que le llevaron a dejar
de pintar. Él reconoce que nunca conseguía terminar nada; se bloqueaba a mitad
del proceso al darse cuenta de que lo que estaba llevando a cabo no era bueno.
Entonces, a Helen se le ocurre pedirle que pinte su retrato. Cree que hacerlo
le puede ayudar a recuperar su autoestima, y aunque a Harry la simple idea le
hace sentir mal, accede porque “Más que nada en el mundo, quería complacerla”
(Willeford 1955:25).

En poco tiempo
y sin apenas transición, Harry ha pasado de considerarse un pintor incapaz a tener
una apreciación considerablemente alta de sus capacidades, hasta el punto de
querer salvaguardarlas egoístamente de la única persona que le ha llevado a
demostrarlas en primer lugar. Esta falta de equilibrio de su carácter tendrá de
inmediato consecuencias negativas. Aún exaltados, salen a celebrarlo y regresan
borrachos a la habitación. Por primera vez, se duermen sin haber hecho el amor.
Al día siguiente, se dan cuenta de que se están quedando sin dinero. Vuelven a
beber a crédito en el bar de Mike, donde él es habitual, y todo el entusiasmo
que Harry ha sentido por el retrato se transforma de súbito en amargura y autorreproche:
“Estaba muy deprimido e inconscientemente se lo transmitía a Helen.
Nunca debí dejar que me convenciese para pintar su retrato. Nunca debí intentar
volver a hacer ningún tipo de cuadro. Era inútil engañarme a mí mismo
diciéndome que podía pintar. El retrato estaba bien, por supuesto, pero
cualquiera artista con un mínimo de formación académica lo podría haber hecho
igual de bien” (Willeford 1955:35).
Al salir del
bar, un hombre al que Harry ha agredido unas noches antes por molestar a Helen
les sale al paso con una pistola. Quiere oírles suplicar por sus vidas, pero
ellos alegan que sus vidas no son tan importantes y le dan la espada. Ya en la
habitación, Helen dice que no cree que le hubiese importado que el hombre los
matase, a lo que Harry replica: “¿Importarme? […] Nos habría hecho un favor”
(Willeford 1955:38).
Al día
siguiente, deciden suicidarse.
Harry asegura
haber pensado muchas veces en el suicidio y Helen le cuenta que ella ya lo
intentó en su noche de bodas. Después de que su marido la violase, se encerró
en el baño e ingirió un bote de aspirinas; solo que no tomó las suficientes
para provocarse la muerte. Ahora es él quien propone la idea, ya que se ve
incapaz de sacar a Helen a flote, siendo incapaz de sacarse a flote a sí mismo.
La idea de la muerte le resulta muy atractiva, mientras que Helen la acepta con
total naturalidad: “No me importa si voy al cielo o al infierno mientras esté
contigo” (Willeford 1955:43).
El estilo llano
y carente de sentimentalismos, heredero de la tradición hard-boiled, típico de los primeros libros de Willeford, obtiene
los mejores efectos dramáticos en el capítulo dedicado al intento de suicidio.
Al narrar Harry casi toda la acción de manera objetiva y desapasionada,
atendiendo a los mínimos detalles del proceso, consigue paradójicamente que la
escena resulte sobrecogedora, y que los momentos en que se permite expresar sus
emociones adquieran mayor fuerza. Como Helen se siente incapaz de usar la
cuchilla, le pide que sea él quien le abra las incisiones en las muñecas. Después
de haberlo hecho,
“Sus ojos estaban cerrados, pero seguía llorando calladamente. La
sangre brillante manaba de sus muñecas, formando charcos carmesís en las
sábanas blancas. Recuperé la cuchilla ensangrentada de la mesa donde la había
dejado, volví a la cama y me senté. Fue mucho más difícil cortar mis propias
muñecas. De alguna manera, la piel era más dura, y tuve que serrar con el filo
para abrirme paso. […] Me asustaba llevarlo a cabo y al mismo tiempo me
asustaba no llevarlo a cabo. La sangre brotó finalmente de mi muñeca izquierda
y me pasé la cuchilla a la otra mano. Fue más fácil cortar mi muñeca derecha,
incluso siendo diestro. No dolió tanto como había esperado, pero hubo una
sensación abrasadora, como si hubiese tocado sin querer con las muñecas un
atizador al rojo vivo. Tiré la cuchilla al suelo y me metí en la cama junto a
Helen. Ella me besó apasionadamente. Podía sentir la vida escapando de mis
muñecas y eso me hacía sentir feliz y emocionado” (Willeford 1955:45).

Solo que,
horas después, despiertan para descubrir que siguen vivos. Los cortes de Harry
no fueron lo bastante profundos, y la pérdida de sangre no ha hecho sigo
dejarlos exhaustos y mareados. En cualquier caso, el haberlo intentado les hace
pensar que quizás tengan una segunda oportunidad, y es Helen quien sugiere ir a solicitar ayuda a un hospital e intentar dejar la
bebida. Antes de marchar, Harry le dice que tire sus pinturas a la
basura junto con las sábanas y la ropa ensangrentada; de alguna manera, se
entiende que identifica sus inquietudes artísticas con el fracaso de su vida y
con el mal que lo acompaña. Más tarde, ya ingresado en el ala masculina del
hospital, descubre un ejemplar de una revista de arte en el que un antiguo
profesor suyo le menciona y habla bien de sus cuadros. Lejos de animarle, el
ver su trabajo apreciado, y considerar que seguramente podría llegar a algo si
se esforzara, lo hunde más en la miseria.
El psiquiatra
le interroga acerca de su vida sexual. Le pregunta si Helen tiene sangre negra,
lo que resulta extraño para el lector, y le dice que no cree que sean buenos el
uno para el otro. “Lo único que puedo ver en vuestro futuro es tragedia. Esto
es, si seguís viviendo juntos” (Willeford 1955:66).
Harto de oír
esa clase de cosas, Harry solicita dejar el tratamiento. El doctor le dice que
no hay ningún problema, pero que Helen deberá quedarse un tiempo más. Cuando
días después, Harry la recoge a la salida del hospital, Helen declara haber
pasado un infierno y asegura que todo lo que quiere hacer es beber. Tras
emborracharse, y al ir a meterse en la cama, Harry concluye que “Tal como yo lo
veía, no estábamos mejor que antes” (Willeford 1955:70).
Efectivamente,
todo a partir de ese momento va a ir, si cabe, a peor. Harry consigue empleo en
un restaurante, pero Helen opina que no es justo que tenga que trabajar y le
reprocha que la vaya a dejar tanto tiempo sola. Incapaz de quedarse en el
apartamento, sale a recorrer los bares, juntándose con cualquiera dispuesto a
pagarle unas copas y exponiéndose a situaciones que pueden suponer un peligro
para ella. La primera vez que Harry tiene que ir en su busca, la encuentra en
compañía de tres marines que terminan golpeándole y abofeteando también a Helen
por haberles hecho gastar el dinero sin al final darles nada a cambio. Entonces
es él quien propone dejar de beber y ella quien asegura que no podría hacerlo
aunque quisiera. La segunda vez, la sorprende en un bar con un marinero
borracho que ya la está besando y manoseando. Aprovechando la desventaja del
marinero, Harry se ensaña con él; lo tira al suelo, le da una paliza y le
desfigura la cara con una botella rota, sintiendo que eso de alguna manera
“había compensado la degradación sufrida a manos de los marines” (Willeford
1955:92).
Podría parecer
que Willeford está presentando a Helen como el típico personaje femenino amoral
y decadente que arrastra al protagonista a la perdición, pero las cosas no son
ni mucho menos así de simples. Como bien señalara Woody Haut: “A diferencia de
muchas mujeres retratadas en la narrativa pulp,
Helen no es ni una femme fatale ni
una manipuladora devoradora de hombres” (Haut 1995:179). De hecho, Pick-Up podría relacionarse en este
sentido con otras novelas que se ocuparon precisamente de subvertir un
estereotipo tan firmemente asentado en el género como el de la femme fatale. Al igual que sucede, por
ejemplo, en algunos libros de Jim Thompson, o en Eva (Eve, 1945), la obra
maestra de James Hadley Chase, en Pick-Up
el fatal destino del protagonista no viene propiciado por la influencia
perniciosa de la hembra, sino por sus propios demonios interiores, ya consistan
estos en inseguridades, egoísmos, depresión, inmadurez, desequilibrio, paranoia,
impotencia, o todo a la vez.

Es su turno. Y
en ese momento, reconoce que no tiene ni el coraje ni la confianza que ha
demostrado Helen. Acaba de asesinar a la mujer que ama, pero más allá de la
perturbación que le provoca la idea de acabar con su propia vida, sigue actuando
con una frialdad inaudita, y esto hace que como lectores podamos desconfiar de
la sinceridad de sus sentimientos.
¿Realmente sentía lástima por Helen, o no ha
hecho más que proyectar en ella su autocompasión?
Con la
intención de reunir fuerzas para lo que ha de hacer, sale a comprar una botella
de ginebra. Mantiene una charla intrascendente con la mujer de la tienda, bebe
la botella en la calle con lágrimas en los ojos y vuelve a su habitación. Abre
la llave del gas, besa el cadáver de Helen y se acuesta para dormir y no
despertar.
Sin embargo,
esta vez también despierta. E “impresa en grandes y vacilantes letras rojas
sobre la superficie de mi consciencia recobrada estaba la palabra para Harry
Jordan: FRACASO. De alguna manera, no me sorprendía. Harry Jordan fracasaba en
todo lo que intentaba. Incluido el suicidio” (Willeford 1955:102).
La razón por
la que ha fracasado es que antes de acostarse olvidó cerrar el montante de la
puerta de la habitación, por lo que el gas ha salido al rellano en lugar de
acumularse en el interior, advirtiendo además a la casera, quien no ha tardado
en llamar a la policía. Un error absurdo, que provoca que tanto el lector como
el propio Harry tengan la duda de hasta qué punto se ha tratado realmente de un
olvido. En cualquier caso, Harry sigue convencido de querer suicidarse, y al
primer policía que le interroga acerca de la muerte de Helen, le responde: “Soy
culpable, teniente, y quiero morir. Colaboraré en todo lo que pueda. No quiero
ver a un abogado, solo quiero que me ejecuten. Así será mucho más fácil”
(Willeford 1955:107).
Es en la
cárcel, mientras espera a que se celebre el juicio, donde Harry termina de
tocar fondo y donde los lectores llegamos a conocerlo mejor. Por un lado,
atraviesa una serie de experiencias humillantes –la madre de Helen le visita
con el único propósito de escupirle a la cara, una trabajadora del edificio se
las ingenia para estar a solas con él e intentar que le haga el amor porque le
da morbo tener sexo con un asesino…–; por otro, sus conversaciones con el
doctor que ha de realizar su informe psicológico nos proporcionan información
de su pasado que no habíamos poseído hasta ese momento. Nos enteramos de que se
casó y tuvo un hijo antes de ir a la guerra, en la que se libró de combatir
gracias a su formación artística y se dedicó a pintar murales en los cuarteles
en los que estaba destinado. Al volver de la guerra, cambió de ciudad para
evitar la responsabilidad que suponía tener que ocuparse de su familia, ya que
para él “Era más importante pintar. Un artista pinta y un marido trabaja”
(Willeford 1955:131). Nunca ha vuelto a contactar con ellos y admite no sentir
curiosidad acerca de cómo les pueda haber ido. Continuó sus estudios artísticos
en Los Ángeles, pero no los terminó porque “Las cosas no fueron demasiado bien
después de la guerra. Me resultaba difícil volver a mi estilo no figurativo y no
era capaz de terminar ninguno de los cuadros que empezaba” (Willeford
1955:131-132). Y a consecuencia de ello: “Sin el arte como válvula de escape,
me di a la bebida como un sustituto, y he estado bebiendo desde entonces”
(Willeford 1955:132).
Recordar le
resulta doloroso. Y vuelca su rabia contra el doctor, a quién en su fuero
interno acusa de creerse Dios. Pero esto provoca –y ahí su gran autodescubrimiento–
que involuntariamente se dé cuenta de sufrir del mismo complejo de
superioridad:
“¿De qué otra manera podía haber acabado con la vida de Helen si no lo
creía así? ¿Qué otra justificación había para mi brutal asesinato? No tenía
ningún derecho ni ninguna razón para llevarla conmigo hacia la nada. Harry
Jordan había interpretado también el papel de Dios. No importaba que ella
hubiese querido venir conmigo. Seguía sin tener ningún derecho para matarla.
Pero la había matado y lo había hecho como si tuviese el derecho, solo porque
la amaba. Bueno, ya estaba hecho. No servía de nada darle vueltas” (Willeford
1955:134).
Acto seguido,
su necesidad de autojustificación le lleva a traicionarse, al pensar: “Al menos
lo había hecho inconscientemente y había estado bajo la influencia de la
ginebra” (Willeford 1955:134). Pero nosotros sabemos que no es verdad, y Harry
parece haber olvidado deliberadamente que bebió la ginebra después y no antes
de asesinar a Helen. En ese momento, como lectores advertimos que, o bien nos
está engañando para salvaguardar la opinión que nos podamos formar de él, o
bien se está engañando a sí mismo para protegerse emocionalmente. En un caso o
en otro, su fiabilidad como narrador ha quedado en entredicho.
El giro de los
acontecimientos se produce al final de la forma más inesperada. Cuando Harry
acude al juicio, donde espera que por fin le impongan la condena que ha de
asegurarle su ansiada muerte, descubre que es inocente. El examen médico del
cuerpo de Helen ha establecido que la causa del deceso no fue el
estrangulamiento sino una trombosis coronaria debida a un problema congénito
agravado por su deteriorado estado de salud. Así pues, Harry es puesto en
libertad.
“Era un hombre libre.
¿Lo era?” (Willeford 1955:159).
Por supuesto,
sabe que la condena que habrá de afrontar siempre será la de su propia
conciencia.
Regresa al bar
de Mike, donde todo le recuerda a Helen. Cuando Mike le dice que se alegra de
saber que no la mató, él piensa: “Así que Mike se alegraba. Todos se alegraban,
todos eran felices, todos menos yo” (Willeford 1955:162). Acude al edificio
donde tenía la habitación y conversa con la casera, quien le informa de que la
madre de Helen se ha llevado casi todas sus cosas. Lo único que ha quedado es
una bolsa con ropa sucia, donde Harry encuentra las pinturas que le había dicho
a Helen que tirase a la basura antes de ir al hospital. Al descubrir que no lo
hizo, sino que las escondió, es cuando se emociona de verdad: “Ella aún tenía
fe en mí como artista” (Willeford 1955:163). Y cargado con la bolsa y las
pinturas, se marcha hacia ninguna parte en el momento en que acaba de ponerse a
llover.
Las últimas
frases del libro –aparte de remitir, de manera se diría que muy intencionada,
al final de Adiós a las armas (A Farewell to Arms, 1929), de Ernest
Hemingway– contienen un golpe de efecto que ha sido objeto de múltiples
comentarios:
“Dejé el refugio de la marquesina y eché a andar colina arriba bajo la
lluvia.
Solo un negro, alto y solitario.
Caminando bajo la lluvia” (Willeford 1955:164).

Volviendo a la
comparación entre Harry y los otros sociópatas de la obra del autor, otra cosa
que los diferencia es que Harry al final ha llegado a tomar conciencia –al
menos parcialmente– de su problema. Aunque ya es demasiado tarde. Y si tiene
alguna posibilidad de cambiar, vivirá toda su vida con la muerte de Helen sobre
sus hombros. Para Willeford, en la sociedad capitalista no parece importar
tanto si se es depredador o no; al final, todos pueden verse afectados de manera
similar. Eso no quiere decir, de todos modos, que no resulte más fácil para
cualquier lector empatizar con Harry que con otro de los protagonistas
mencionados al principio, a los cuales, al término de sus narraciones, solemos
juzgar como canallas sin escrúpulos. La conclusión final que se pueda sacar con
respecto a Harry es más dificultosa, y concierne enteramente al lector, que
según adopte una u otra perspectiva lo verá como victima de las injusticias de
un sistema que aplasta a sus inadaptados o como un ser irresponsable y
autocompasivo que solo siente auténtica lástima de sí mismo. O, en última
instancia, como ambas cosas. En gran medida, todo depende de lo mucho que nos
hayamos querido fiar del modo en que el narrador nos ha expresado sus
sentimientos.
Publicada en
su momento como paperback original,
con el desprestigio que eso automáticamente suponía, Pick-Up
–al igual que The Woman Chaser, la
otra mejor novela del primer periodo del autor– se ha terminado convirtiendo tanto
en un clásico de la literatura pulp
como en una pieza de culto de la narrativa underground
norteamericana. A pesar de todo, Charles Willeford no obtuvo un éxito
considerable de crítica y ventas hasta 1984, con la publicación de Miami Blues, novela que originaría el
ciclo de cuatro libros protagonizados por el detective de homicidios Hoke
Moseley. Curiosamente, justo después de la buena acogida de Miami Blues, Willeford escribió una
primera secuela titulada Grimhaven en
la que el personaje de Moseley se había retirado de la policía y pasado al lado
oscuro, ejerciendo la violencia contra aquellos a los que amaba. El agente de
Willeford se negó a enviar el manuscrito a la editorial y le sugirió que
escribiese otra secuela distinta (2). Es de suponer que consideró, quizás
acertadamente, que el público de masas seguía sin estar preparado para la
visión siniestra y desesperanzada del mundo que Charles Willeford había
desplegado en novelas como Pick-Up.
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Charles Willeford |
Notas:
(1) El mismo
golpe de efecto, por cierto, sería utilizado tan solo un año después por Bill
S. Ballinger en su novela La mujer del
pelirrojo (The Wife of the Red-Haired
Man, 1956).
(2) Al
parecer, una fotocopia del original escrito a máquina de Grimhaven está disponible para su lectura en la biblioteca de
Broward County, Florida.
Bibliografía:
WILLEFORD, Charles, Pick-Up, 1955. Black
Lizard, Berkeley, CA. 1987
RITT, Brian, Paperback Confidential. Crime Writers of the Paperback Era. Stark
House Press, Eureka, CA. 2013
HAUT, Woody, Pulp Culture. Hardboiled Fiction & the Cold War. Serpent’s
Tail, London and New York. 1995
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