viernes, 3 de enero de 2025

"Ámbar", de Nicolás Ferraro. El tatuaje que nunca termina.

 
Al echar la vista atrás, Ámbar ve su infancia como un tatuaje incompleto. Uno que “nunca terminaron y fueron cambiando de diseño a medida que lo hacían, o que yo abandono a medio hacer porque no aguanto el dolor”. Recurre, en realidad, a la misma imagen que utiliza su padre, Víctor Mondragón, al referirse a ella como “mi cicatriz favorita”, en alusión al tatuaje con su nombre que le decora el antebrazo y que, al igual que tantos otros aspectos de él, habrá de revelarse engañoso y cargado de secretos inconfesos. Todavía Ámbar no ha aprendido a desligar su propia esencia de la persona que la lleva impresa como una vieja herida más. Y de este modo, el diseño marcado en la piel deviene en la novela de Nicolás Ferraro metáfora de crecimiento y de identidad. Una identidad cuyos contornos, en el caso de la protagonista, resultan aún traumáticamente indefinidos, y que al mismo tiempo encierra una carga de peligro difícil de eludir, ya que los tatuajes lo hacen a uno identificable, como le suele explicar su padre antes de contarle la historia del furia Roldán, a quien “atraparon por culpa de una bola ocho en la nuca”.
Los quince años de vida de Ámbar son ya demasiados para haber estado acarreando la circunstancia de ser hija de un brutal delincuente que “carga sus cicatrices como medallas. […] un hombre que puede leerse en Braille mejor que escucharse”. Alguien que le enseñó “a sacar balas y a coser tajos cuando tenía doce”, y que igual discute con ella sobre videojuegos que le pide ayuda para secuestrar a un tipo. Ámbar sabe puentear los cables de un coche y reconoce qué calibre se ha usado con solo ver una herida de bala, pero no sabe lo que es llevar la vida de un adolescente normal, como esos con los que se relaciona por temporadas, a los que conoce y a los pocos meses ha de dejar para siempre, porque su padre se ha vuelto a meter en problemas y han de largarse a recalar en otro lugar distinto, donde el ciclo se repetirá invariablemente.
Todo eso había cambiado en teoría al establecerse ambos en el pueblo natal de Víctor. Abandonaban tanto el nomadismo como el exceso de precauciones; Ámbar podía darse a conocer a sus compañeros de clase con su auténtico nombre y teñirse el pelo de rosa sin miedo a llamar demasiado la atención. Pero Víctor es un padre cuyas promesas “son verdades con fecha de vencimiento”, y cuando alguien aparece para asesinar a tiros a su socio Giovanni, “Lo más parecido a un hermano de papá”, y tratar de acabar también con él, padre e hija han de dejar todo de nuevo atrás y volver a la carretera. Del tirador, Víctor solo alcanzó a distinguir una serpiente en el brazo, y piensa que algún viejo enemigo puede habérsela tatuado o haber encargado a otro el trabajo. Para vivir fuera de peligro, es necesario buscar al hombre que lo quiere bajo tierra. Decidido a encontrarlo, elabora una lista con los nombres de las personas que ha hecho enojar durante los dos años anteriores. Ámbar se empeñará en acompañarlo en la búsqueda.
Coming of age en clave ultraviolenta, Ámbar es un libro en el que a la superficie de lirismo árido que entretejen las oraciones de Ferraro se une la ternura aún no corrompida de la voz de su narradora. En su proceso de madurez, Ámbar ha de visitar a las figuras del pasado de su padre para de este modo poder ir construyéndose para sí misma un presente, una individualidad que le permita tener un futuro en el que poder ser siempre Ámbar, signifique eso lo que signifique, y no tener que ir adoptando nombres escogidos al azar. Al igual que en todo rito iniciático, el paso se cobra ciertos peajes, como el derrumbamiento de unos mitos que hasta el momento nos han ocultado la visión de la realidad o nos la han deformado a conveniencia. A pesar de toda la infelicidad, la frustración y los resentimientos que la actividad de Víctor le ha causado, Ámbar mantiene de él una visión idealizada, una tendencia a protegerlo y a ponerse de su lado. Y los sentimientos encontrados y la ambivalencia en esa relación serán de hecho el principal conflicto con el que habrá de lidiar, por debajo de los tiroteos, torturas y baños de sangre.
Al mismo tiempo que participa más que nunca de la vida violenta y despiadada de Víctor, convirtiéndose casi en una sustituta del Giovanni asesinado, aumenta su ansia por romper el círculo, salir del universo que jamás quiso habitar, ese en el que no hay terreno estable, sino un constante desplazamiento de un peligro a otro, y donde “Al único lugar al que podemos volver es a nosotros mismos”.
La piedra de toque llegará para ella por partida doble, al comenzar a descubrir aspectos de la vida de Víctor que hasta el momento se le habían ocultado y al vislumbrar una alternativa en Marcos, un chico al que conoce por casualidad y con el que se asocia efímeramente no para practicar una violencia real y destructora sino para matar dinosaurios en una máquina recreativa. Al enamorarse, toma conciencia tanto de su recién estrenada sensación de independencia como de su soledad:

“Lo importante es que ahora todo lo que me pasa es solo mío. Nadie me va a explicar cómo son las cosas, ni cómo se sienten, ni qué me gusta, ni el olor que tiene algo, ni a qué le tengo o dejo de tener miedo. Sé que los dientes de Marcos son chiquitos, que matamos dinosaurios juntos, que tiene un perfume que quiero aspirar como si fuera olor a lluvia”.

De Marcos, le atrae precisamente todo aquello que lo diferencia de su padre. En oposición a un Víctor al que imagina como “un tipo que lleva el gatillo de un arma como si fuera una alianza”, al ver que Marcos no sabe muy bien cómo apoyar la escopeta de perdigones en su cuerpo, dice que le gusta “su inexperiencia con un arma”. Y a diferencia de la existencia sin enraizamiento a la que Víctor la condena, la posibilidad de una vida estable, opuesta al nomadismo forzado por las amenazas constantes, se ejemplifica a nivel metafórico en la veleta de gallo roto sobre el tejado de la casa de Marcos, “inmóvil a pesar del viento que despeina la arboleda más atrás”.
Sea sola o acompañada, Ámbar deberá dar el salto por su propio pie. Y hacerlo asumiendo el riesgo de que, con tanta agitación, la mano del tatuador podría fallar y acabar malogrando el nombre, estropeando su diseño de manera irrevocable.
La cuarta novela de Nicolás Ferraro, merecedora del Premio Hammett en 2022, reafirma y depura las señas de identidad del autor. Personajes que se esfuerzan por atrapar un atisbo de humanidad en un mundo despiadado, pasajes de acción que se visualizan como si cada frase fuese un plano rodado por Peckinpah y una prosa de ritmo entrecortado y seco que sabe también amplificar la percepción de los espacios en la mente del lector con un detallismo expresionista que trae a la memoria las viñetas de maestros del cómic argentino como José Muñoz o Eduardo Risso. Un universo narrativo coherente y personal, en definitiva, al que, ahora que Ámbar acaba de ser editada por Grijalbo, podemos acceder también desde España.

Nicolás Ferraro


Bibliografía:
 
FERRARO, Nicolás, Ámbar, 2022. Barcelona, Editorial Grijalbo, 2024
 
Artículo publicado originalmente en la revista Orizonte:
https://orizonte.es/sin-categoria/ambar-de-nicolas-ferraro-el-tatuaje-que-nunca-termina/


miércoles, 22 de mayo de 2024

Rayos, truenos y un manuscrito desaparecido. El choque entre Jim Thompson y Stanley Kubrick.

 “¿Has oído hablar de un tío llamado Jim Thompson?”, preguntó Stanley Kubrick a su productor, James B. Harris. “Es un autor magnífico y ha escrito algunas cosas que me encantan” (citado en Polito 1995:393). 
Corría el año 1955. Kubrick y Harris se habían hecho con los derechos de la novela Atraco perfecto (Clean Break, 1955), de Lionel White, y necesitaban a alguien que escribiese su adaptación para la gran pantalla. De Jim Thompson, Kubrick admiraba en particular El asesino dentro de mí, que tiempo atrás había incluso pensado en llevar al cine, idea que finalmente descartó ante la sospecha de que ningún estudio se atrevería a financiarla. Cuando Kubrick y Harris descubrieron que el escritor vivía entonces cerca de Nueva York, en la localidad de Sunnyside, decidieron ponerse en contacto con él y ofrecerle la posibilidad de trabajar en el guion de Atraco perfecto.
Para Thompson, la oferta no podía llegar en mejor momento. Atravesaba uno de los peores periodos de su vida, tanto personal como profesionalmente. Tiempo antes había visto cancelada su relación con Lion Books, la editorial que hiciera posibles los dos años y medio más fértiles de su carrera (entre 1952 y 1954, en los que había llegado a publicar un total de catorce libros), y no lograba que ningún otro sello aceptase sus trabajos. Hundido en intermitentes depresiones, tentado por el alcoholismo siempre al acecho en su vida y acuciado por graves problemas económicos, había tenido que aceptar un empleo como corrector en un periódico local. Es lógico que el encargo de Kubrick, aparte de rescatar su situación financiera, lo colmase de entusiasmo y lo impulsase a tratar de dar lo mejor de sí. Sin embargo, no todo iba a ser perfecto en su relación profesional con el incipiente cineasta.

jueves, 9 de marzo de 2023

"Turín no es Buenos Aires", de Giorgio Ballario. Don’t Cry for Me Italy.

 
Héctor Perazzo conduce un Alfa 147 de segunda mano, pierde dinero apostando en el hipódromo y tiene su despacho de investigador privado cerca del río Po. El protagonista y narrador de esta novela de Giorgio Ballario –la primera, y esperamos que no la última, que ve la luz en castellano de la mano de la cordobesa editorial Almuzara y gracias a la traducción de Alberto Díaz-Villaseñor– es también como ese Don’t Cry for Me Argentina cantado por Milva que escucha en el coche mientras se dirige hacia el centro de Turín; un argentino italianizado, hijo a su vez de italianos argentinizados. Si de pequeño su madre, emigrada tras la segunda guerra mundial, le hacía aprender de memoria las provincias y la geografía italiana para que no olvidase sus orígenes, ahora que él mismo es un emigrado desde hace casi tres décadas, se siente extranjero en ambos países. Como señal de su pasado en la policía federal conserva una cicatriz en el cuello, resultado de la cuchillada asestada por un atracador en Buenos Aires, un detalle descriptivo a sumar a su melena de viejo roquero y a los bigotes que le dan un aire a Charles Bronson (rasgo característico éste compartido por otro personaje serial surgido de pluma italiana, el Carlo Medina de Andrea Carlo Cappi). El recordatorio de un mal prosaico y banal que, como tantas otras cosas, marcará para él la diferencia entre una vida y otra, entre la ciudad que dejó al otro lado del océano y la que ahora transita a diario como ciudadano y foráneo a partes iguales.
Pero, en cualquier caso, la Turín que Héctor conoce no constituye tampoco una identidad férrea y nítidamente definida, sino una ciudad transformada por los nuevos tiempos pero en cuyo seno perviven todavía elementos que tratan de aferrarse a los viejos modelos de vida. O a tradiciones ya marchitas, como las de esos “Irreductibles” playboys de la añeja clase alta que bajan al bar al pie de la colina para aferrarse a gestos repetidos hasta el desgaste, para los que “el aperitivo en el Gran Bar era su certeza, un bote salvavidas en el cual permanecer a resguardo en los momentos buenos y malos de la existencia”.

viernes, 25 de noviembre de 2022

“Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela”, de Eloi Yagüe Jarque. Allí donde se marchitan nuestras ilusiones.

     
 
Desde que Raymond Chandler recurriese insistentemente a los hoteles, antaño esplendorosos y después decadentes, de Los Ángeles para acentuar la atmósfera y el tono melancólico y crepuscular de sus novelas, la imagen del hotel venido a menos ha pasado a formar parte del catálogo de espacios alegóricos por antonomasia del imaginario noir. No en vano, se la encuentra con frecuencia tanto en la obra de prácticamente toda la legión de imitadores, más o menos afortunados, que siguieron el modelo del creador de Philip Marlowe –Ross MacDonald a la cabeza–, como en un sinfín de otras novelas y películas apartadas de su estela pero igualmente influenciadas por el aparato iconográfico que Chandler, de manera tan decisiva, contribuyó a completar y definir. Tal es la importancia del hotel como artefacto narrativo-poético, dentro y fuera del género, que ha llegado incluso a ejercer de elemento central en diversas obras, como en esa joya del cine independiente norteamericano de principios de los 90 que es Barton Fink (Joel y Ethan Coen, 1991), o como en la novela que nos ocupa, Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela, de Eloi Yagüe Jarque.

sábado, 3 de septiembre de 2022

“Monstruos amaestrados”, de Carlos Manzano. El infierno ya no son los demás.

 
 
Según un reciente estudio realizado por investigadores españoles las personas que guardan un considerable parecido físico no solo poseen una cadena de ADN similar, sino que también, lo que se antoja más inquietante, tienden a coincidir en determinados hábitos y comportamientos, que incluyen desde el nivel de educación alcanzado hasta la propensión a desarrollar adicciones. Resultaría curioso que a estas alturas la ciencia pudiera estar aportando su grano de arena a un asunto que en el campo de la literatura ha dado, y sigue dando, tan buenos resultados a la hora de arrojar algo de luz sobre la condición humana y sus claroscuros. Con precedentes tan memorables como los de Poe o Dostoievski, Carlos Manzano se atreve a recuperar la figura del doppelgänger en su última novela, “Monstruos amaestrados” (Bohodón Ediciones, 2022). Y lo hace articulando una lúcida reflexión, más explícita quizás que las de sus antecesores, que acerca su texto al ensayo filosófico y lo constituye casi como un tratado sobre la cuestión subyacente al tema: el ser humano enfrentado a sus demonios personales y la propia identidad como construcción artificial y precaria.
Gabriel, el narrador de “Monstruos amaestrados”, es un hombre corriente, con una vida de lo más gris, que un buen día ve por la calle a otro hombre que se le asemeja físicamente en todo. Es su calco más perfecto. Obsesionado con esa visión que él mismo define como “un repentino deslumbramiento”, volverá a encontrarse con su doble en más ocasiones y finalmente será el otro el que dé el primer paso para iniciar una conversación que habrá de tener para Gabriel consecuencias imprevisibles. A partir de ahí, la novela desarrollará en paralelo la narración de la vida del doble –cargada de crímenes y miserias morales varias– conforme este la va relatando al protagonista, con el proceso de cambio sufrido por Gabriel, proceso que parece influido, si bien no de manera directa, por la aparición de tan perturbador personaje.

martes, 16 de agosto de 2022

"Mala hierba", de José Luis Muñoz. Mientras dure nuestra agonía.


Un prejuicio bastante extendido entre aficionados a la narrativa en general y al género negro en particular determina que una novela solo puede resultar enteramente creíble cuando su autor la ambienta en el lugar donde vive o, en su defecto, en algún otro que conozca, eso sí, como la palma de su mano. Dicha creencia parece dar por sentado que la mínima licencia con respecto al trazado urbano, las costumbres locales o la idiosincrasia de la sociedad a la que pertenecen los personajes será suficiente para echar por tierra la eficacia de cualquier soporte narrativo, por férreo que sea. Evidentemente, son muchas las novelas que se podrían mencionar para señalar lo absurdo de esta convicción; y quizás una de las primeras que a mí me vendrían a la cabeza en caso de necesitar hacerlo sería “Mala hierba”, de José Luis Muñoz.
Publicada originalmente por Grupo Libro 88 en 1992, tras ganar el Premio Ángel Guerra, y reeditada por Ediciones del Serbal en 2016, la novela nos sitúa en la ficticia localidad californiana de Arkaham, modelo de una Norteamérica rural del que el autor se sirve para esbozar todo un panorama humano, construyendo la narración sobre las bases de una serie de males endémicos, los de la sociedad estadounidense, que en mayor o menor medida reconocemos todos. Pero lejos de quedarse en un muestrario de actitudes arquetípicas, Muñoz convierte el trasfondo en un terreno propicio para plasmar su universo personal y explotar su ya probado talento literario.

viernes, 10 de julio de 2020

Pulsiones sadomasoquistas, sed de justicia y misterios ancestrales. Las novelas policíacas de Ernesto Gastaldi.


El de Ernesto Gastaldi es un nombre de sobra conocido entre los aficionados al cine italiano de género. Hiperprolífico guionista y realizador ocasional, Gastaldi ejerció desde principios de la década de los 60 un rol fundamental en el desarrollo de los géneros populares de la cinematografía del país –particularmente del horror gótico all’italiana y, más adelante, del giallo–, gracias a su colaboración con algunos de los directores más activos del periodo: Riccardo Freda, Mario Bava, Antonio Margheriti, Tonino Valerii, Romolo Guerrieri, Umberto Lenzi, Luciano Ercoli, Sergio Martino, Giuliano Carnimeo, Fernando di Leo y Damiano Damiani, entre otros. Pero antes de poder ganarse la vida escribiendo para la industria cinematográfica, Gastaldi redacto cuatro novelas para el mercado editorial de la denominada literatura de quiosco. La tercera y la cuarta se enmarcaron dentro del campo de la ciencia ficción: Iperbole Cosmica (1960) y Tempo Zero (1960), y fueron publicadas ambas bajo el seudónimo de Julian Berry. Las dos anteriores, Sangue in tasca (1957) y Brivido sulla schiena (1957), pertenecían al género policíaco y suponen, en ciertos aspectos, un acercamiento primerizo a determinados temas y recursos argumentales que terminarían revelándose como constantes en su posterior trabajo para el cine.
Gastaldi tenía solo veintidós años cuando escribió su primera novela. Según explica él mismo: